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Vecina

Desconfiamos de nuestra vecindad como metonimia del género humano

Fotograma de la serie de televisión 'La que se avecina'.
Fotograma de la serie de televisión 'La que se avecina'.
Marta Sanz

Nos divertimos con series de comunidades habitadas por abyectos personajes con los que se hace sátira de lo peor de cada casa. “¿Somos leones o huevones?” Machistas, racistas, clasistas, encarnaciones de esa listeza de microestafador y ninja, hacen malabarismos para no dar de alta al portero. En estas aventuras de rue del Percebe no hay apología, sino hipérbole humorística. El actor Pablo Chiapella, jaleado por niños que querían ser como Amador, su personaje —un auténtico gañán—, dijo: “No habéis entendido nada”. Pero Amador, el mayorista que no limpia pescado, y la actriz porno a la que Fernando Esteso le chupó un pezón resultan entrañables cuando nos enfrentamos a las nuevas reuniones de comunidad. Incluso resulta entrañable la comunidad de La semilla del diablo: todo sea por la crianza de un vecinito peludo.

Ahora la comunidad de vecinos es empresa eficiente. En los ascensores suben quienes lo han pagado y tienen llave. No importa la pata chula del vecino del sexto. Importa que “pata chula” es definición ofensiva y la hipótesis del abuso que prevalece sobre la empatía. Desconfiamos de nuestra vecindad como metonimia del género humano. Las cuentas y la distribución del calor, el cómputo de litros de agua consumidos, no se plantean desde una lógica que proteja a las familias débiles, sino desde el individualismo: prevenir el despilfarro es más importante que el frío o la pobreza ajena. Estas palabras suenan a falansterio y casa okupa, a cuando las vecinas se pedían una tacita de sal o las niñas pasaban a jugar al piso de al lado. Suena a canción de cuidar a la gente con la que, de algún modo, convives. A comunidades heterogéneas y cuento de Navidad. Cada vez tenemos más agarrada al intestino la lombriz liberal y es complejo mantener limpieza de escalera y antena comunitaria… El tajo de desigualdad y el sálvese quien pueda combinados con la máxima de que todas las personas roban y con una oferta habitacional que hace efímera la noción de vecindad, desvirtúan la convivencia en comunidades que dejan de serlo para convertirse en celdillas y repúblicas independientes. La desarticulación del asociacionismo vecinal constituyó el primer paso en nuestra pérdida de calidad democrática. Aislamos naciones, barrios, comunidades, cuartos en los que se encierran hikikomoris de Alcorcón, aislamos el cuerpo de sus circunstancias económicas. Enfermamos y enloquecemos: la soledad es muy bonita en la poesía romántica, pero el ser humano es gregario. Cuando llegué a esta comunidad, mi vecina del primero me informó de que cada inquilina o propietaria limpiaba su rellano. Yo contesté que nanay. Pensé en la destrucción de puestos de trabajo a causa de esa autonomía espuria de hacerlo todo con nuestras manitas. Mi vecina pensaba en ahorro. En que se me caían los anillos. Hablamos en comunidad. Mi vecina y su marido son personas de derechas que me recogen los paquetes cuando no estoy en casa. Nos ayudamos a subir la compra. Nos acompañamos en muertes y enfermedades. Estamos pendientes de nuestros animales domésticos. Sin nostalgia constato que la disolución democrática comienza en las pequeñas cosas de la vida. Frente al control de las mirillas viejas, hoy sentimos impersonalidad, este frío, en el cubículo cada vez más violento del ascensor.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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