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El canciller discreto y sus esfuerzos para influir en una Europa en guerra

Diez meses después del mensaje sobre el ‘Zeitenwende’, no parece que en Alemania se haya iniciado un proceso de transformación radical. En cuestiones se seguridad militar, Olaf Scholz sigue arrastrando los pies

Tribuna Kristina Spohr
SrGarcía
Kristina Spohr

Hace un año, el 8 de diciembre de 2021, Olaf Scholz, del Partido Socialdemócrata (SPD), juró su cargo como nuevo canciller federal de Alemania. Inesperadamente, los votantes alemanes habían preferido al taciturno y tecnócrata ministro de Finanzas y vicecanciller del país, que en su campaña electoral prometió estabilidad interna y renovación social. La política exterior apenas se tuvo en cuenta. Los alemanes miraron hacia dentro, no hacia fuera.

Pero entonces llegó la guerra de Rusia contra Ucrania. Y de repente Scholz habló. Europa había entrado en un punto de inflexión trascendental, un Zeitenwende, lo llamó él, al tiempo que anunciaba una audaz evolución en política exterior, de seguridad y energética. Reformar y reforzar las Fuerzas Armadas (Bundeswehr). Desde aquel día de finales de febrero de 2022, el canciller ha salido de forma intermitente a la palestra para rogar a los europeos que se mantengan firmes frente a la agresión rusa. Pero las grandes palabras han estado acompañadas de pocas obras. Aunque en Alemania se siente —impuesta desde fuera (Zwang)— una clara obligación de guiar y estar en cabeza, desde que tomó el poder Scholz le está siendo difícil al país tener un peso político real tanto en Europa como en el mundo. ¿Por qué? ¿Qué ha fallado?

Cuando el canciller Scholz firmó el acuerdo de coalición con los liberales (FDP) y Los Verdes, todos prometieron “atreverse a avanzar más” durante los próximos cuatro años (mehr Fortschritt wagen). Su programa de reformas socioeconómicas para Alemania era ambicioso. Por el contrario, era innegable que el nuevo Gobierno tardaría en hacerse hueco en el escenario internacional, entre otras cosas porque la experiencia de Scholz y sus ministros en política internacional era limitada.

Tras ejercer como abogado durante varios años (especializado en derecho laboral), Scholz entró en el Bundestag a los 40 años, en 1998, y ascendió rápidamente en las filas del SPD, hasta convertirse en secretario general en 2002 y vicepresidente del partido en 2009. Entre 2011 y 2018 regresó a su ciudad natal, Hamburgo, para ocupar con éxito la alcaldía y luego volvió a Berlín para formar parte del cuarto Gobierno de la democristiana Angela Merkel.

Cuando tomó posesión como canciller, Scholz —siempre prudente— prometió de inmediato la “continuidad” de la política exterior. Pero la ausencia de Merkel del ámbito internacional, después de 16 años, se hizo notar enseguida. Merkel había consolidado el papel de Alemania en el mundo. En un planeta cada vez más caótico y lleno de desequilibrios, dominado por machos fanfarrones, la tranquila doctora Merkel había sobresalido. Con su marcha, se abrió un vacío internacional.

El momento no podía ser peor: se estaba gestando una nueva crisis en torno a Ucrania, después de que la Rusia de Putin hubiera empezado a desplegar una enorme cantidad de tropas en la frontera oriental del país vecino a finales de noviembre. Y quizá no fue coincidencia que el 17 de diciembre, solo nueve días después de que Merkel abandonara el cargo, el Kremlin presentara a Estados Unidos y a la OTAN un inesperado ultimátum en el que exigía oficialmente unas garantías de seguridad vinculantes, al tiempo que aspiraba a reescribir muchos de los principios que sustentan la seguridad europea desde el final de la Guerra Fría.

Es decir, el nuevo canciller alemán se encontró desde el primer día en la poco envidiable situación de tener que poner verdaderamente a prueba sus habilidades diplomáticas y estar en el punto de mira de los medios de comunicación mundiales, ansiosos por saber cómo iba a reaccionar Berlín a la crisis y cómo iba a situarse entre Moscú, Washington y las capitales europeas.

Al fin y al cabo, el motor económico de Europa, la Alemania unificada, era en 2021 el mayor país occidental que mantenía múltiples lazos comerciales con Rusia, una relación que nació con la Ostpolitik de Willy Brandt en los años sesenta. En general, la geografía y la historia hacen que la relación de Alemania con Rusia sea complicada y única entre sus vecinos europeos. Desde los años noventa, incluso se la ha denominado “relación especial” (Sonderverhältnis); aunque los acontecimientos más recientes dan una imagen mucho más negativa de la creciente interdependencia germano-rusa y, en especial, del papel de los socialdemócratas en ese sentido. Pero no nos equivoquemos, la interesada política de los alemanes respecto a Rusia y la dependencia energética que ellos mismos se han creado —en parte de verdadera buena fe, en parte voluntariamente ingenua y en parte profundamente corrupta— tuvieron partidarios entusiastas en todos los partidos políticos. Y además envalentonaron a Putin y quizá, según algunos analistas, incluso le permitieron emprender su guerra.

Durante los 100 primeros días de gobierno de Scholz surgieron abundantes preguntas sobre la unidad del Gabinete y el rumbo de su política exterior. Mientras que la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, de Los Verdes, subrayó la intención de su partido de dar prioridad a los valores por delante de las relaciones económicas con Moscú y Pekín, Scholz se mostró partidario de seguir la política exterior pragmática y mercantilista de sus predecesores. Al comenzar su mandato, con la esperanza de replantear desde cero las relaciones con el Kremlin, declaró que los “proyectos del sector privado” más lucrativos, en particular el gasoducto ruso-alemán Nord-Stream II del mar Báltico, no debían enredarse en debates sobre geopolítica y geoética.

Estas tensiones dentro de la coalición, unidas a la vieja disputa en cada nuevo Gobierno alemán sobre si la política exterior alemana la dirige el canciller o el ministro de Asuntos Exteriores, obligaron a Scholz —famoso por su cautela— a hacer enérgicas declaraciones. Para acabar con todas las especulaciones, dejó bien claro que, especialmente en relación con el problema ruso, él era el responsable. No obstante, durante todo el invierno siguieron planteándose dudas sobre el liderazgo alemán, el peso del pasado nazi y la capacidad de chantaje de Moscú a Berlín por su dependencia de los combustibles fósiles rusos.

Entonces llegó el día que conmocionó al mundo, el 24 de febrero de 2022; el día en el que Vladímir Putin emprendió su ataque militar contra Ucrania. Se pusieron en marcha los carros de combate rusos, se dispararon misiles y se movilizaron los soldados. Por primera vez desde 1945, volvía a Europa una “guerra de conquista”: el curso de la historia del continente estaba cambiando una vez más.

Al Gobierno de Scholz no le quedó más remedio que reevaluar el papel de Alemania en los asuntos internacionales. Y de inmediato empezó a verse sometido a un escrutinio cada vez mayor. La rigidez que solía mostrar ante las cámaras, la voz tranquila y monótona y el estilo discreto y práctico que le había granjeado el apodo de Scholzómata daban la imagen de un canciller en segundo plano, al que algunos expertos acusaban incluso de negarse a dirigir nada. Ante la amenaza que afrontaba el orden europeo, ¿qué posición tenía Alemania?

El 27 de febrero, Scholz pasó a la ofensiva y proclamó una nueva era en la política exterior alemana, la llamada Zeitenwende. Dijo que Alemania quería dejar atrás el abandono que había ejercido tras la caída del Muro en materia de defensa militar y su pasividad en política exterior. Berlín iba a apoyar a sus aliados y a enfrentarse a la Rusia de Putin para pararle los pies. Prometió una revisión de la Bundeswehr y que, “a partir de ahora”, se dedicaría más del 2 % del PIB a defensa y se dotaría un fondo de emergencia de 100.000 millones de euros para financiar ese aumento. Además, Alemania iba a hacer todo lo posible para independizarse del carbón, el petróleo y el gas rusos. Y además rompió el tabú alemán de posguerra sobre la exportación de armas a zonas de guerra para anunciar el suministro de armamento pesado a Ucrania con el fin de que Kiev pudiera defender su soberanía.

El “trascendental” discurso recibió todos los elogios y se calificó de hito histórico, sobre todo en las grandes capitales de la OTAN, donde llevaban muchos años lamentando que la Alemania unificada careciera de una política de defensa seria. Parecía indicar la aparición de una Alemania nueva y pragmática, dispuesta a asumir, por fin, cierta responsabilidad en la seguridad europea; un país dispuesto a dejar atrás su Zivilmachtsstatus (”estatus de potencia civil”) y su obsesión con las políticas pacifistas y a actuar como gran potencia política capaz de proveer una “seguridad dura” proporcional a su peso económico. Ahora bien, siempre pendiente del pasado y las sospechas de los demás, Scholz matizó sus ideas sobre el futuro poderío militar de Alemania en una entrevista concedida a la revista Time en abril: “Tenemos que ser fuertes. No tan fuertes como para ser un peligro para nuestros vecinos”, dijo, “pero sí lo suficientemente fuertes”.

Pero las acciones de Putin habían revelado que en Scholz había un segundo canciller, capaz de ser firme y audaz y de dar un giro político radical. Por supuesto, con este hombre de voz suave, nacido en Hamburgo, las apariencias siempre habían engañado. Un año antes, durante la campaña electoral, un rival conservador se burló de él por su “sonrisa de pitufo”, y Scholz respondió al instante: “Los pitufos son pequeños y astutos y siempre ganan”. No obstante, aparte del humor irónico y el ingenio, de la nueva retórica autoritaria y el tono decidido que emanaba de Berlín, ¿Scholz ha conseguido algún cambio político auténtico?

Se oyeron unos cuantos discursos notables. Sin embargo, a pesar del lenguaje de firmeza, existen pocas pruebas, diez meses después del mensaje sobre el Zeitenwende, de que en Alemania se haya iniciado un proceso de transformación radical. El electorado está desilusionado, pese a que el Gobierno de Scholz acaba de prometer ampliar la vida útil de tres de sus centrales nucleares hasta abril de 2023 para evitar una crisis energética, además de una iniciativa por valor de 200.000 millones de euros —financiada con deuda— para contener los costes de la energía hasta el próximo invierno. Y los aliados de Alemania también se sienten frustrados, aunque el Ministerio Federal de Asuntos Exteriores esté redactando febrilmente la primera estrategia de seguridad nacional y el ministro de Defensa siga insistiendo en que Alemania está destinada, “por nuestro tamaño, nuestra situación geográfica, nuestro poder económico, en resumen, nuestro peso”, a ser una “potencia líder en Europa, nos guste o no”.

La cruda realidad es que, en las cuestiones de “seguridad militar”, Scholz se ha dedicado a arrastrar los pies y a envolverse en largos silencios. Se ha sumado a la tendencia histórica de Alemania a refugiarse en el multilateralismo tradicional y ha subrayado que por supuesto que Alemania actúa, también a la hora de suministrar armas a Ucrania, pero que lo hace siempre dentro de la Unión Europea y la Alianza Atlántica. No puede haber ningún equipamiento que vaya por libre (Alleingaenge) porque Putin podría malinterpretarlo como un intento alemán de participar directamente en el conflicto entre Kiev y Moscú y, por consiguiente, de provocar una “escalada” bélica. Como consecuencia, la percepción pública sigue siendo la misma: que Berlín no muestra que intente ni incluso que quiera estar entre los líderes ni dirigir nada.

Antes de que Alemania se unificara y recuperara su plena soberanía, el Gobierno de Bonn siempre aludía a diversas restricciones exógenas para explicar por qué Alemania Occidental no podía intervenir físicamente en las crisis internacionales: la historia, las normas, las leyes y la política de la OTAN. Incluso después de la unificación, en la crisis de Kuwait de 1990, Alemania prefirió aportar marcos en vez de material; y también se mantuvo bastante al margen de las misiones de mantenimiento de la paz de la Alianza durante las guerras de secesión yugoslavas. Las cosas cambiaron con Kosovo, con la retórica del canciller Schröder sobre una nueva “conciencia” alemana —la de una “nación adulta”— en 1998. Pero luego hubo un nuevo retroceso, como demuestra el hecho de que, en octubre de este año, el número dos de Scholz en la cancillería dio a entender que Alemania es un país “adolescente” que se siente “hormonal”, es decir, profundamente inseguro de sí mismo en materia de política exterior y de seguridad.

El factor humano es muy importante. Hasta ahora, la coalición no ha logrado ponerse de acuerdo sobre cómo gastar los 100.000 millones de euros de más aprobados para defensa y parece totalmente confusa e incluso paralizada a la hora de tomar decisiones sobre el suministro (o la falta, más bien) de armas pesadas a Ucrania. Y sin embargo, a pesar de las viejas limitaciones —nacidas de la culpabilidad de Alemania en la guerra y los miedos de los países vecinos— a las que han tenido que someterse todos los cancilleres alemanes de la posguerra, hay que subrayar que algunos sí dieron un paso al frente y se empeñaron en influir en los asuntos internacionales. Por ejemplo, bajo el mandato del formidable canciller del SPD Helmut Schmidt (1974-1982), en una década llena de crisis, Alemania Occidental no se mantuvo en segundo plano, sino que trabajó sin reparos para mejorar la defensa y la capacidad de disuasión de la Alianza frente a una Unión Soviética en declive, todo ello sin dejar de esforzarse en impulsar la reducción del armamento nuclear. Así se desembocó en la famosa decisión sobre la doble vía tomada por la OTAN en 1979, que permitió a la República Federal adquirir el respeto internacional y un sitio en la mesa nuclear.

Por desgracia, es aún más desconcertante que, ahora que nuestro orden internacional tiene amenazada su existencia, el país que siempre ha pretendido ser el líder de Europa no haya sabido poner en práctica su grandiosa retórica de Zeitenwende. Ha llegado el momento de que el canciller alemán Scholz ponga en práctica lo que predica.


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