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Columna
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Saquen a la cultura del lodazal

Cultura de la muerte, de la violación, de la violencia incluso... ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?

Irene Montero
Varios diputados del PP protestan ante las palabras de la ministra Irene Montero en el Congreso.Álvaro García
Lluís Bassets

En cuanto escuchaba la palabra cultura, quitaba el seguro de su pistola. Se atribuye a Hermann Göring, el orondo criminal de guerra nazi. Como tantas citas, esta también es apócrifa, pero exacta, pues expresa los nefastos instintos y obsesiones anti intelectuales de la extrema derecha europea durante el siglo pasado. Entonces la cultura se asociaba a la alfabetización, la ciencia, el pensamiento, el cultivo de las artes y del intelecto, todas las formas, elevadas o populares, masivas o minoritarias, de expresión individual y colectiva del espíritu humano.

A lo que parece, pinta distinto el siglo XXI, y la palabra se asocia tranquilamente a lo peor de lo peor, con el objetivo probablemente propagandístico de provocar espanto y rechazo, efectos facilitados por la asociación monstruosa entre ideas incompatibles. Nada hay que decir sobre la arbitrariedad de los significantes, según nos enseñaron los filósofos del lenguaje. Cualquiera tiene derecho a dar el significado que quiera a las palabras. Nadie puede impedirlo ni mucho menos prohibirlo. Al menos, cabrá criticarlo desde el punto de vista de quienes nacieron en aquel mundo en que la cultura, desde la más modesta hasta la más grandiosa, se asociaba a la idea de libertad y suscitaba respeto y admiración.

El fenómeno no es exclusivo de nadie y anda repartido entre las posiciones políticas, ideológicas e incluso religiosas más distantes, lugares donde esta época de radicalidades e ínfulas conceptuales prefiere situar sus obsesiones. La moderación, los acuerdos y pactos, y no digamos el consenso, el maldito consenso, pertenecen a aquel denostado final de siglo que pretendió enderezar el ascenso a los extremos entre 1914 y 1989 hasta las mortíferas cumbres totalitarias.

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En uno de ellos, el de la derecha social y religiosa, se asocia nada menos que con la muerte, para denigrar así a las mujeres que quieren ser dueñas de su cuerpo, a los enfermos y ancianos que exigen el derecho a morir dignamente y a los médicos que ayudan a unas y otros. En el lado opuesto, se asocia con la violación, para extender la responsabilidad del delito a las expresiones, especialmente plásticas o audiovisuales, ideas o estereotipos masculinos que convierten a las mujeres en objetos y estimulan a los hombres a imponer sus deseos sexuales sin su consentimiento o con violencia.

Incluso a esta última se la asocia, siendo como es exactamente lo contrario de la cultura según las acepciones al parecer periclitadas de antaño, cuando esta variedad de cultos a la muerte, a la violación y a los ángulos más oscuros de la naturaleza humana suscitaban repugnancia y se creía en la verdad y en la luz de un poema, una pintura, una novela, una sinfonía o una canción. ¿O acaso debiera darse por cancelada esa vieja idea precisamente ahora, cuando los fieles seguidores del truculento pistolero hitleriano, los dictadores de Rusia, Irán y China, siguen desconfiando de ella y la persiguen con idéntica saña?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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