¿Harías algo malo que te beneficiase si no acarrea responsabilidad?
Si vas con un amigo que conduce a 60 kilómetros por hora en un tramo de 30 y mata a un peatón, y eres el único testigo, ¿tu amigo tiene derecho a esperar que testifiques que iba a 30, o ningún derecho a esperar que mientas?
En 2015 se dio a conocer un curioso estudio llevado a cabo por los economistas Ray Fisman y Edward Miguel, de la Universidad de Columbia, con escaso eco en la prensa española, a pesar de sus divertidas conclusiones. En ese estudio se recordaba que hasta 2002, los diplomáticos de la ONU de Nueva York estaban exentos de pagar por el aparcamiento; es decir, podían estacionar donde quisieran, incluso dejando el coche en mitad de la carretera bloqueando el tráfico y salir por patas (feliz sueño). A esos coches no se les podía multar. De tal manera que entre 1997 y 2002 se registraron 150.000 multas sin pagar, unos 18 millones de dólares.
Fisman y Miguel, cuenta Joseph Henrich en Las personas más raras del mundo (Capitán Swing), repararon en que todas las misiones de la ONU estaban en un radio de kilómetro y medio, por tanto esos vehículos sufrían las mismas incidencias. Probaron a saber cuántas multas había acumulado cada país en ese período de inmunidad: qué ciudadanos, pudiendo aparcar en cualquier parte sin consecuencias, lo hacían dónde debían. En esos años, diplomáticos del Reino Unido, Suecia o Canadá no recibieron ninguna multa; otros como Egipto, Chad o Sudán acumularon muchísimas. Fisman y Miguel establecieron una relación entre la corrupción de cada país y las prácticas de sus altos diplomáticos. El libro de Henrich no se detiene en el estudio, pero sí lo hicieron hace años los economistas José Apesteguía e Ignacio Palacios-Huerta en el Diario Vasco. ¿Qué pasa con España? “Nuestros muchachos quedan mal. Vergonzosamente mal”, escriben. “El número de infracciones está a la altura de países como Liberia, Ruanda, Ucrania, Filipinas y Ghana”, algo que les hace plantearse que si “son estos individuos los que infringen la ley cuando hay tan poca cosa en juego, da miedo pensar lo que se les puede pasar por la cabeza a otros, con menor educación, tal vez con peores valores y en otras situaciones en las que se puede sacar más tajada”.
Joseph Henrich, en su voluminoso ensayo que ha llegado estos días a las librerías, quiere explicar de forma muy ambiciosa de qué manera Occidente llegó a ser psicológicamente peculiar y particularmente próspero, echando mano de un acróstico, WEIRD, una persona occidental (Western), con estudios (Educated), industrializada (Industrialized), adinerada (Rich) y democrática (Democratic) que se ha explicado —de forma muy somera— en el suplemento Ideas de EL PAÍS. En Las personas más raras del mundo, su autor utiliza el estudio de los diplomáticos de la ONU para extraer la conclusión de que es en los países WEIRD (Occidente) donde se produce una suerte de buena conducta, a veces con sus problemas consiguientes, para lo cual se utilizan varios experimentos relacionados con la responsabilidad, la culpa o la honestidad (incluido el dilema del pasajero: si vas con un amigo que conduce a 60 kilómetros por hora en un tramo de 30 y mata a un peatón, y eres el único testigo, ¿tu amigo tiene derecho a esperar que testifiques que iba a 30, o poco o ningún derecho a esperar que mientas?). Los weirds, concluye Henrich, son malos amigos.
Hay un patrón en esos estudios que tratan de dirimir, y con ello extrapolar, al Occidente rico el debate de si hacemos algo malo que nos beneficie cuando no acarrea responsabilidad. Pero una de las investigaciones más jugosas es la de completar la frase “Yo soy…”. Un weird responde con adjetivos: “curioso, obsesivo, alegre” o sustantivos, como sus logros: “cirujano, futbolista, contable”, mientras en los otros países tienden a responder lo que son, no lo que se consideran o consiguieron: la mamá o el papá de un hijo, la hija o el hijo de unos padres. Existe una corrupción pequeña, delicada e inofensiva que empieza con uno mismo y no consiste tanto en aparcar donde a uno le dé la gana, como en no tener claro qué está conduciendo.
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