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Tribuna
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El intelectual precario

El imperativo de producir sin parar y ser relevante constantemente impone un tipo de creación presa del miedo a los posibles ataques, en vez de un pensamiento libre que favorezca el encuentro con los otros

La mesa de escritura de Doris Lessing, en 1995.
La mesa de escritura de Doris Lessing, en 1995.JAVIER SALAS

Bajo el modelo social del capitalismo, la posibilidad de una vida intelectual parece hoy irremisiblemente atravesada por elementos como la productividad, la proyección pública y algún grado de institucionalización. La combinación de estos tres componentes somete a los sujetos a demandas que no pueden nunca dar por satisfechas y tiene efectos precarizadores que van más allá de sus aspectos contractuales, que tanto agravan el sufrimiento. De este modo, la sensación de no producir nunca lo suficiente (ni en cantidad ni en calidad), de no recibir la atención adecuada y de no ocupar el espacio que se merecería, acompañan también a personas con una posición objetivamente consolidada en el sistema. O sea, son malestares inherentes al mismo. Tales exigencias de rendimiento podrían sintetizarse en el imperativo de la presencia, es decir, la necesidad de hacerse y permanecer visibles. No importan las condiciones en que se trabaje, no importan las consecuencias en uno mismo o en los otros. No importa, en suma, qué cosa se quiso entender un día ni por estudio ni por vocación ni por vida. Hay que hacer mucho, pero, sobre todo, hay que hacer que se vea mucho lo mucho que se hace. Porque —se asume— nada existe en realidad hasta que puede medirse.

Frente a la inseguridad, la búsqueda de la influencia apunta cada vez más a una suerte de garantía de continuidad antes que al despliegue de ideas concretas. Según este imperativo de la presencia, el proyecto intelectual es uno mismo. Pues bien, cabe plantearse qué ocurre con nuestra forma de hablar cuando se impone la percepción de que la posibilidad de vida intelectual pasa por estar siempre a la vista o por el miedo a desaparecer.

Cómo hablar es una pregunta que no se responde sola, pero sobre todo que no se pregunta sola y arrastra consigo al menos otras como por qué, para quién, para qué, desde dónde, pues se habla siempre en un contexto y, es de suponer, con alguna intención. Además, hablar a alguien implica —si es que nos importa ese alguien y si es que nos importa aquello que le estamos diciendo y lo que quiera decirnos— una mínima expectativa acerca de sus capacidades y disposición a comprendernos, una idea lo suficientemente favorable como para justificarnos la tarea de trasladarle eso que tenemos en mente y romper el silencio.

Concibo el pensar alegre del intelectual plebeyo como un ejercicio de libertad que reclama también condiciones de interlocución: no se dirige a asegurar la posición individual del que habla, las condiciones del decir propio, sino que entiende que este sólo tiene sentido en la apelación a los otros. Dichas condiciones aluden, claro, a componentes materiales, pero afectan también a otros formales. La posibilidad de una escritura gozosa y de un pensar liberado de la servidumbre de las pasiones tristes se halla en relación directa con la respuesta que nos demos acerca de quién es el otro, quién nos gustaría que fuese el otro. ¿Alguien de quien es mejor precaverse y con quien competir, o alguien en quien confiar? ¿Alguien a quien iluminar con el brillo de nuestra opinión o alguien a quien persuadir para buscar en común la verdad de las cosas? ¿Alguien a quien recordarle que no sabe con quién está hablando y la suerte que tiene de escucharnos, alguien a quien pedirle permiso para hablar o alguien que está a ras de nuestra voz?

El miedo y la precariedad son afines a un tipo de escritura que llamo inmunitaria, en la que prima la voluntad de salir indemne de los potenciales ataques que acaso se recibirán por lo que se dice. En esa reducción de los riesgos, se ciega también la posibilidad de un encuentro grato con los otros. Entonces, aunque el discurso pueda ser productivo en lo curricular, difícilmente será fértil en lo intelectual y la soledad pasará a ocupar el horizonte de nuestros afectos.

La cuestión, cada vez para más gente, es si las formas dominantes de producción cultural que hoy padecemos, sus requisitos y objetivos —tan afines a la desconfianza—, son las nuestras, si corresponden al tipo de elaboraciones que queremos hacer con aquello que sabemos y podemos. En definitiva, si es posible otra experiencia de vida intelectual y cómo hablar para, en lugar de distinguirnos de los otros para poder ser, llegar a eso común que se comparte y, bajo ciertas condiciones, también los otros podrían decir.

Por supuesto, la defensa del pensar alegre y de la recuperación del goce en la escritura no libra del miedo, pero trata de rebelarse contra él. Y aunque tampoco salva de la precariedad, sí expresa la negativa a someterse a la idea de que no hay alternativa y se abre a una búsqueda no individualista de la libertad. Porque es lo justo y vale para cualquiera.


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