Más Shakespeare y menos Montesquieu
La crispación no se mide solo por el griterío en las Cortes, sino en el calado de las palabras que se pronuncian
Cada vez que alguien dice —a malas; a buenas ahora apenas se dicen las cosas— que un presidente quiere aferrarse al sillón sorprende pensar que preferirían la opción contraria: un presidente para cinco minutos; que puede ser. “Este solo quiere el poder”, se quejan, como si los demás optaran a la Presidencia para sentarse en el puesto y no hacer nada, que puede ser también. Qué dirán entonces de Liz Truss, dispuesta a sostenerse en el Reino Unido después de renunciar a su ministro, a sus promesas y a sus principios con el propósito de sobrevivir a una lechuga. El poder es un lugar inexplicable: aja y atrae.
Lo que dicen de Pedro Sánchez, lo que Junts ya dice de Pere Aragonès, otros lo practicaron antes contra otros presidentes y en viejos contextos. Les suelen reprochar su ambición, que es desde luego lo que no se puede tener. La ambición carga con muy mala fama en este país y conviene empezar a considerarla en los análisis, porque a menudo nos obcecamos con Montesquieu y la política tiende a entenderse mejor con Freud. O con Shakespeare: combina la envidia y las venganzas, la ambición y los celos.
A quienes dejan ir o consienten, o directamente azuzan, el espantajo de los gobiernos ilegítimos lo que les duele en verdad es que los cargos estén en manos impropias: las que no son suyas. Concurren en ellos la envidia y los celos y, más que eso aún, se da un sentimiento patrimonial del poder, que les pertenece. Y tiene sentido. Si se adueñaron de los símbolos sin nadie que se opusiera, el camino les llevaba sin remedio a las instituciones. Así se explican los vídeos en que reivindican el uso de la bandera como si solo hubieran podido lucirlas a escondidas. Así se presentan como perdedores de la batalla cultural —sea eso lo que sea— los que siempre la han ganado.
Cada gobierno y cada presidente habrán de ser capaces de enfrentarse con su gestión a las críticas, aunque lo que hace aquí la ultraderecha tiene un fin distinto, porque pretende cuestionar la legitimidad del sistema. Uno puede relativizarlo o asumir que se ha dicho tanto que ya no se escucha nada, pero existe el riesgo de que la lluvia cale; de que, al final, lo del gobierno traidor y ocupa afecte al marco que guarda la convivencia. Lo que urge acordar, más que la renovación judicial, es dónde está el límite que preserve esa convivencia. La de ahora y en adelante, cuando las elecciones que vienen dibujen nuevos congresos.
La crispación no se mide, o no solo, en el griterío en las Cortes ni en las veces en que la presidenta del Parlamento pide silencio a sus señorías, sino en el calado de aquello que se pronuncia. Se mide en el recurso a otras pasiones políticas, que son las más manejables: el miedo y el odio. Por eso importa lo que se digan por mucho que se hayan dicho de todo: porque si vacían de sentido los nombres y los verbos y se apropian también de ellos, si la hegemonía alcanza al vocabulario, lo que llegue después de las palabras será el vacío o algo peor.
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