Más Shakespeare y menos Montesquieu
La crispación no se mide solo por el griterío en las Cortes, sino en el calado de las palabras que se pronuncian
![La portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, interviene durante la sesión de control al Gobierno del Pleno del Congreso, el 5 de octubre de 2022.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/UY2645536EGBRTBUYMCB62Q6F4.jpg?auth=852ef4f6e675eb3a75d3651dce123a40b0f1233fe2019a0be287f46e55214244&width=414)
Cada vez que alguien dice —a malas; a buenas ahora apenas se dicen las cosas— que un presidente quiere aferrarse al sillón sorprende pensar que preferirían la opción contraria: un presidente para cinco minutos; que puede ser. “Este solo quiere el poder”, se quejan, como si los demás optaran a la Presidencia para sentarse en el puesto y no hacer nada, que puede ser también. Qué dirán entonces de Liz Truss, dispuesta a sostenerse en el Reino Unido después de renunciar a su ministro, a sus promesas y a sus principios con el propósito de sobrevivir a una lechuga. El poder es un lugar inexplicable: aja y atrae.
Lo que dicen de Pedro Sánchez, lo que Junts ya dice de Pere Aragonès, otros lo practicaron antes contra otros presidentes y en viejos contextos. Les suelen reprochar su ambición, que es desde luego lo que no se puede tener. La ambición carga con muy mala fama en este país y conviene empezar a considerarla en los análisis, porque a menudo nos obcecamos con Montesquieu y la política tiende a entenderse mejor con Freud. O con Shakespeare: combina la envidia y las venganzas, la ambición y los celos.
A quienes dejan ir o consienten, o directamente azuzan, el espantajo de los gobiernos ilegítimos lo que les duele en verdad es que los cargos estén en manos impropias: las que no son suyas. Concurren en ellos la envidia y los celos y, más que eso aún, se da un sentimiento patrimonial del poder, que les pertenece. Y tiene sentido. Si se adueñaron de los símbolos sin nadie que se opusiera, el camino les llevaba sin remedio a las instituciones. Así se explican los vídeos en que reivindican el uso de la bandera como si solo hubieran podido lucirlas a escondidas. Así se presentan como perdedores de la batalla cultural —sea eso lo que sea— los que siempre la han ganado.
Cada gobierno y cada presidente habrán de ser capaces de enfrentarse con su gestión a las críticas, aunque lo que hace aquí la ultraderecha tiene un fin distinto, porque pretende cuestionar la legitimidad del sistema. Uno puede relativizarlo o asumir que se ha dicho tanto que ya no se escucha nada, pero existe el riesgo de que la lluvia cale; de que, al final, lo del gobierno traidor y ocupa afecte al marco que guarda la convivencia. Lo que urge acordar, más que la renovación judicial, es dónde está el límite que preserve esa convivencia. La de ahora y en adelante, cuando las elecciones que vienen dibujen nuevos congresos.
La crispación no se mide, o no solo, en el griterío en las Cortes ni en las veces en que la presidenta del Parlamento pide silencio a sus señorías, sino en el calado de aquello que se pronuncia. Se mide en el recurso a otras pasiones políticas, que son las más manejables: el miedo y el odio. Por eso importa lo que se digan por mucho que se hayan dicho de todo: porque si vacían de sentido los nombres y los verbos y se apropian también de ellos, si la hegemonía alcanza al vocabulario, lo que llegue después de las palabras será el vacío o algo peor.
Sobre la firma
![José Luis Sastre](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2F5e9c4595-0f04-4ed5-9d56-b40d3073c392.png?auth=17560a8832540b8e828f5a151755746c6fb4d7e03f94033c70ebb78e3c28f417&width=100&height=100&smart=true)