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Columna
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Cuentos para adultos

Que Johnson, en la serie ‘This England’, sea un patán ridículo no hace más que acrecentar mi admiración por la sociedad británica. Al contrario que en nuestro país, el poder ha aprendido a convivir con la crítica, el retrato ácido y la desacralización

This England
Kenneth Branagh interpreta a Boris Johnson en la miniserie 'This England'.Movistar Plus+
David Trueba

Hace poco comenzó a emitirse en el Reino Unido una serie en la que el actor Kenneth Branagh interpreta al primer ministro Boris Johnson. El maquillaje resulta algo forzado, innecesario, pues el arte de interpretar nada debería tener que ver con el de imitar, sino con el encarnar. El actor suplía el peso de tanta cosmética con andares, gestualidad y tono de voz que te traía al político Johnson con su inútil erudición y su irresistible candor falso. Quizá lo más reseñable es esa cintura que muestra a menudo la relación entre el entretenimiento y la política en los países anglosajones. Como si fuera un género en sí mismo, el retrato y análisis del poder se llevan a cabo de manera automática, sin pudores. La ficción en muchos casos viene a asociarse con la disección periodística para acabar por ofrecer a los ciudadanos una estampa poliédrica de los personajes relevantes. No es que sea un género que haya dado grandes obras maestras más allá del morbo entretenedor, pero al menos completa la capacidad de las democracias para ofrecer márgenes de libertad tanto a los creadores como a los espectadores. Todas las recreaciones de personajes reales son ficción, con su tendencia a la parcialidad, al arquetipo y a ese asentar sospechosas conclusiones, pero la pluralidad de miradas es el rasgo más cercano a ese ideal de libertad que anhelamos.

Que Boris Johnson en la serie sea un patán ridículo no hace más que acrecentar mi admiración por la sociedad británica. Al contrario que en nuestro país, el poder ha aprendido a convivir con la crítica, el retrato ácido y la desacralización. El mejor ejemplo de ello es una tele pública sin intervencionismo descarado del gobernante de turno, sino con músculo propio, contestón y de calidad. Las radiotelevisiones públicas no han de serlo tan solo en sus fondos presupuestarios, sino en su composición directiva, en su apuesta por la calidad y la inteligencia frente al negocio privado que lógicamente busca solo el beneficio y la popularidad. Para los españoles sería impensable ver una serie con José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy o Dolores de Cospedal incorporados por actores solventes. Estos episodios nacionales no se pueden filmar porque hay un temor patente de los ejecutivos a meterse en líos. Incluso si alguna plataforma que al nacer se postulaba como atrevida y arriesgada, muy rápido sus ejecutivos fueron domados y sometidos.

Sería antológico que alguien se atreviera, por ejemplo, con el libro del consejero de Políticas Sociales del Gobierno madrileño durante la pandemia. En Morirán de forma indigna, Alberto Reyero, antiguo representante de Ciudadanos, ofrece materiales de primera mano para reinformarse y, en el mejor de los casos, reformarse. No ocurrirá, porque ni tan siquiera el documental sobre el accidente ferroviario de la curva de Angrois, Frankenstein 04155, ha podido exhibirse en canales nacionales. Molesta la indagación, la puesta en cuestión, el análisis de lo que es colectivo y de interés. Mejor hablamos del cotilleo de las marquesas, con esa pacata regurgitación de los dramas íntimos de los ricos y los pijos. Los españoles, que no son sutiles en casi nada, son, en cambio, de una sutileza tremenda para callar. Deberíamos aprender del relato anglosajón que nunca está completo hasta que entran a saco los cirujanos literarios y los sangradores audiovisuales. Un país madura cuando pasa del relato infantil al cuento para adultos.

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