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Tribuna
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La Europa de la rama de olivo

El despertar del sueño conservador del fin de la historia ha sido brutal. Les debemos a nuestros muertos y pobres el regreso a la diplomacia y a la utopía pacifista de Erasmo

Retrato de Erasmo de Róterdam, de Hans Holbein.
Retrato de Erasmo de Róterdam, de Hans Holbein.
Selena Millares

Durante mucho tiempo nos quisieron convencer de que había llegado el fin de la historia. Para qué soñar con un mundo mejor: era más cómodo rondar como polillas ante la luz de las pantallas y su hipnosis adictiva, consagrarnos extáticos a ese altar del consumo, a su escaparate interminable y sin fondo. O con un fondo oscuro que no veíamos, que no queríamos ver. Y para qué anhelar ya utopías imposibles, eso eran antiguallas, ridículo romanticismo, si teníamos la felicidad ahí, al alcance de la mano.

Desde que la guerra estalló en el corazón de Europa, el hechizo se ha evaporado de golpe. Y ha vuelto a despejarse ante nosotros esa vieja utopía europea que se resume en la palabra paz. Fue el sueño de aquel héroe llamado Ulises que se negó a alistarse cuando vinieron a reclutarlo, tras el rapto de Helena. Él sembró de sal los campos que araba para aparentar locura, para que se olvidaran de él. Pero entonces arrancaron a su hijo de los brazos de Penélope y lo pusieron ante el arado, y Ulises tuvo que claudicar. Y fue a la guerra.

Su papel fue sobre todo de diálogo y estrategia, intentó anteponer la astucia a la violencia, y así engañó a Troya con un caballo de madera y a Polifemo con los vapores del vino. Buscó por todos los medios regresar a su Itaca como lo que era: un hombre que renunciaba a la inmortalidad que le ofreció Calipso, y que rechazó las flores narcóticas de los lotófagos porque necesitaba conservar su memoria. Logró al fin su anhelo con ayuda de Atenea —diosa de la paz y de la guerra justa— cuyo emblema es una rama de olivo, que es también símbolo de ese ideal europeo de un continente sin enfrentamientos bélicos.

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Después, otros recogieron ese testigo, como Aristófanes, que desde sus obras cuestionó la ambición expansionista de los poderosos que lanzaban a sus pueblos a la muerte: la más famosa es la comedia donde Lisístrata arrastra a las mujeres a una curiosa huelga sexual que no ha de cesar mientras no llegue la paz. Al final triunfa la cordura, pero eso solo ocurre en la ficción. Y ese sueño sigue quedando a la deriva al paso de los siglos.

Volverán a él otros pacifistas, y de entre todos destaca Erasmo, que fue para Zwinglio la encarnación del Ulises homérico, y que pasó su vida huyendo de las epidemias de peste y de sus enemigos, mientras luchaba contra la barbarie alentada por fanatismos y nacionalismos. Defendió que el mundo entero era nuestra patria, concibió una Europa unida como alianza de la cultura y abogó por la abolición de la guerra. Su arma era la luz frente a la sombra, la inteligencia frente a las armas, el diálogo frente al ruido y la furia. Para él Europa era una idea moral y su bandera, la paz, la diversidad, la tolerancia y el universalismo.

Erasmo fue el ídolo intelectual de su tiempo, pero también fue un derrotado. Como lo fue su amigo Tomás Moro, inventor de esa isla llamada Utopía donde estaba desterrada la violencia, y que murió decapitado por orden de su rey, Enrique VIII. Luego la semilla de la concordia siguió germinando, con otras formas. Ese ideal lo retomó Cervantes al crear la primera novela moderna, protagonizada por un hombre bueno y ridículo, con sus gestos inútiles. Lo recogieron además ilustrados como Voltaire, con su tratado sobre la tolerancia, o Kant con su propuesta de “paz perpetua”. Y después el quijotesco príncipe Mishkyn de Dostoyevski, escritor ruso vetado por una universidad italiana al comienzo de la invasión rusa de Ucrania, como si pudiera ser culpable de la infamia de Putin.

Cuando el pensamiento conservador decretó el final de la historia, no solo disolvía las utopías del horizonte futuro sino también las enseñanzas de la vieja Clío, musa de la historia. En esa ficción de tiempo detenido íbamos olvidando, mientras una densa niebla borraba del pasado la ignominia y los crímenes. Nos instalábamos en un cómodo nirvana, como los lotófagos del relato de Homero. Los antiguos protagonistas del horror perdieron así sus complejos y volvieron envalentonados a escena, con sus sinuosos fanatismos nacionalpopulistas y ultraconservadores.

El despertar del sueño ha sido atroz, pero aún nos hermana esa utopía poderosa que cabe en una sencilla rama de olivo. Y hace tiempo que reclaman el regreso a la diplomacia intelectuales de distintos ámbitos e ideologías —como Noam Chomsky o Mario Vargas Llosa—, por mucho que a la OTAN no le venga bien. Se lo debemos a los muertos, heridos y mutilados de la guerra. Y a los condenados al hambre y la pobreza en el mundo. También al planeta, convulsionado por la crisis climática. Y a todos los niños que junto al resto de la población pagarían por una catástrofe nuclear. Europa tiene su propia voz y su camino.

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