El fin de la historia
La polémica sobre el fin de la historia tiene como punto de partida la publicación por el politólogo Francis Fukuyama (Chicago, 1952) de un artículo bajo ese título, con interrogante, en la revista The National Interest, en el verano de 1989, seguido poco después en el libro El fin de la historia y el último hombre (1992). En vísperas del hundimiento del bloque comunista, Fukuyama pronostica el triunfo definitivo del liberalismo económico y político, una vez derrotados sucesivamente los totalitarismos fascistas y comunistas. En la estela de Hegel, la propuesta significa que una historia de dos siglos de enfrentamientos ha terminado y que una vez superados definitivamente el liberalismo sólo tropezará en lo sucesivo con enemigos menores, de origen nacionalista o religioso. El mundo desarrollado, al haber sido eliminadas las contiendas del pasado, será en consecuencia poshistórico, quedando la historia como rémora para aquellos países que siguen apresados en conflictos ideológicos, nacionales o religiosos. El conflicto principal puede surgir de la posible divergencia entre la evolución positiva de los sistemas sociales y políticos, con un punto de llegada bien preciso -"la democracia liberal constituye la mejor solución al problema humano"- y la evolución del pensamiento de la modernidad, cargado de confusión respecto de ese proceso. La insatisfacción no surgirá, piensa, del fracaso en alcanzar el bienestar, sino precisamente entre quienes lo han logrado. La tensión interna en las democracias liberales no procederá de la isothymia, el deseo a un reconocimiento igualitario, sino de la megalothymia, la ambición de destacar realzando el propio valor.
El error de la utopía liberal
de Fukuyama consistió ante todo en suponer que esos dos mundos, el de la libertad y el de la historia, seguirán vías alejadas entre sí, con un escaso grado de interacción. Mientras en los años sesenta el economista W. Rostow describía la desigualdad apreciable en los procesos de modernización al modo de los aviones que realizan sucesivamente el despegue (take off) de una pista, Fukuyama adopta un enfoque más pesimista: unas carretas alcanzarán su destino, otras lo harán más tarde, otras pocas en fin no llegarán. Menosprecia la posibilidad de que los rezagados, envueltos en la miseria, conscientes de sufrir una creciente desigualdad, multipliquen los estallidos de protesta o planteen alternativas al feliz dominio de las democracias poshistóricas, y sobre todo la perspectiva de que la religión sirva, no sólo para suscitar conflictos locales, sino para apoyarse en el subdesarrollo y enfrentarse mediante el terror a escala mundial con la orientación. El sistema bipolar vigente en la última fase de "la historia" tenía un efecto estabilizador de todo conflicto por debajo del principal que enfrentaba a las potencias occidentales como el mundo comunista. Una vez desaparecido, la pretensión americana de implantar un "nuevo orden internacional" entró rápidamente en quiebra. La enorme superioridad tecnológica de la potencia que encarna, en sí y para sí, el triunfo de la democracia liberal, no sólo ha sido incapaz de controlar ambos tipos de alternativas, sino que con su imperialismo cargado de buena conciencia tras el 11-S ha contribuido a incrementar la inseguridad a escala mundial. Comienza otra historia y es significativo que el blanco de las críticas de Fukuyama sea hoy el pensamiento neoconservador de su país.
Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y autor de libros como Umma: el integrismo en el islam (Alianza) o Arcaísmo y modernidad. Pensamiento político en España, siglos XIX y XX (Alba).
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