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tribuna
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La víctima, protagonista de nuestro tiempo

La paranoia con la que una parte del feminismo ve la incorporación de las demandas de derechos de las personas trans o la invitación a los hombres a sumarse lastra la potencia del movimiento

Feminismo víctimas
Martín Elfman
Clara Serra

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Supuestamente depositarias de la bondad —las víctimas son buenas— y supuestamente ungidas de un indiscutible poder para conocer la verdad —las víctimas tienen la razón—, las víctimas son encumbradas, elevadas al cielo y convertidas en un escudo moral —en realidad, en un implacable arma de ataque— contra toda discusión política. Como argumenta Daniele Giglioli en Crítica de la víctima (Herder, 2020), el debate político y la argumentación racional son acusados de atentar contra el sentimiento y el dolor en un giro sentimentalista por el que la víctima puede ser instrumentalizada por parte de cualquier verdugo. “La palabra de la víctima, absoluta por incensurable, es el disfraz más astuto del que Jacques Lacan llamaba “el discurso del patrón”.

No hace falta remontarnos mucho al pasado para recordar aquel tiempo en el que el Partido Popular, dedicado a maximizar electoralmente el conflicto vasco, decía representar a las víctimas. Era entonces la derecha quien defendía la indiscutibilidad de la palabra sagrada de las víctimas —obviamente de algunas víctimas, he ahí la trampa que siempre se esconde detrás de esa representación—. La acusación de cuestionar su dolor fue el arma arrojadiza con la que imposibilitar la argumentación misma, el intento de volver indiscutibles unas políticas antiterroristas que todavía a día de hoy, más de diez años después del fin de ETA, siguen suponiendo un estado de indefendible excepcionalidad penal en nuestro país. En aquellos tiempos les tocaba a las izquierdas defender la distinción entre el dolor y la verdad, entre el hecho de ser una víctima y el hecho de tener razón. O, lo que es lo mismo, recordar que había también otras víctimas, es decir, que hay muchas víctimas, y que cuando las víctimas toman la palabra, no todas tienen lo mismo que decir. No está de más recordar que si algunas izquierdas lo hicieron mal en aquel entonces fue, justamente, en la medida en que también aceptaron esa perversa identificación entre el daño y la verdad: esas no son las verdaderas víctimas porque no están de nuestro lado, porque no tienen la razón.

¿Qué significa reconocer a una víctima? Lo contrario de habilitar cualquier posibilidad de utilizarla a nuestro favor. Por eso reconocer el dolor no es investirlo con privilegios epistemológicos, es, al contrario, independizarlo de toda pretensión de razón y verdad. “Las víctimas deben ser escuchadas, reconocidas, confortadas, protegidas, indemnizadas, pero no pueden convertirse en un sujeto político”, dice Santiago Alba Rico en su Discurso contra las víctimas. Porque reconocer a las víctimas como víctimas —y a todas ellas por igual— es reconocer también a las que no están en nuestro bando, a las que no defienden lo mismo que nosotros. Reconocer el dolor del padre de Diana Quer no es darle la razón y, justamente por eso, quitarle la razón no es poner en duda su dolor. Sin duda, él es también una víctima del asesinato machista de su hija. Pero ese reconocimiento ha de ser independiente de la posibilidad de discutir su intervención política punitiva y su defensa de la cadena perpetua como portavoz de Vox. Reconocer al pueblo judío como víctima del Holocausto en ningún caso impide juzgar como criminal la política que, en nombre del dolor y el agravio histórico, el Estado de Israel lleva décadas ejecutando contra Palestina. Había víctimas de ETA contrarias a la política antiterrorista del PP. Hay judíos contrarios a la política sionista de Israel. Hay víctimas de violencia machista contrarias a la política revanchista y al populismo penal. La santificación moral de las víctimas es el ardid para su instrumentalización política: inviste de verdad siempre a unas víctimas contra otras y, bajo la apariencia de un magnánimo reconocimiento, encubre siempre un silenciamiento. Por el contrario, defender la igualdad de todos los interlocutores en una argumentación racional es defender también la pluralidad de las víctimas y conservar para toda víctima su estatuto de sujeto político con posibilidad de razonar. Como ha dicho Alba Rico, es un grave error pensar “que hay algo más razonable y universal en el sufrimiento particular que en el razonamiento general”, defender ese error es entender a las víctimas como solamente capaces de hablar desde su dolor singular y negarles que puedan formar parte de un razonamiento colectivo.

Friedrich Nietzsche nos recordaría hoy que para hacer del dolor algo bueno y bello ya teníamos la moral cristiana y que esa filosofía del sufrimiento trabaja siempre al servicio de nuestra impotencia, nuestra resignación, nuestro padecimiento pasivo. Si ser víctimas nos otorga bondad y verdad, ¿por qué dejar de serlo? ¿Por qué abandonar ese lugar de reconocimiento y esa fuente de legitimidad y poder? ¿Por qué no sería la identidad de la víctima un buen lugar en el que permanecer? ¿Por qué no quedarnos a vivir ahí? Uno de los síntomas más inquietantes de nuestros tiempos es la expansión de una política victimista, que ha desbordado los límites de la derecha revanchista, convirtiéndose en un verdadero sentido común de época. Llevamos ya un buen tiempo asistiendo a una permanente competición por el privilegio del agravio, a una “pugna por el primado del sufrimiento” —dice Giglioli—, a unas “macabras disputas entre los golpeados”.

La pregunta debemos hacérnosla en todos los terrenos, en todos los frentes, en todas las luchas políticas. En el feminismo se podría plantear así: ¿Es el dolor lo que hace que las mujeres podamos hablar con verdad acerca de la sociedad desigual en la que vivimos? ¿Es nuestro estatuto de víctimas lo que nos acredita para defender el feminismo? ¿Solo porque padecemos tenemos derecho a hablar? ¿Deben guardar silencio quienes no han sufrido como nosotras? ¿Tenemos algún derecho a reclamar la indiscutibilidad de nuestra palabra? ¿Queremos hacer del agravio nuestra fuente de autoridad y legitimidad? La asunción de que la víctima ha de ser el protagonista solo puede lastrar la potencia emancipadora del feminismo. Por una parte, conduce al estrechamiento de su sujeto político. Así ha de entenderse la paranoia con la que una parte del feminismo ve la incorporación de las demandas de derechos de las personas trans o la invitación a los hombres a sumarse: no como una expansión de nuestra lucha política, sino como un entrismo de los privilegiados y una ocupación del espacio de las “verdaderas víctimas”. Por otra parte, ha conducido a ciertas agendas feministas, especialmente las de la política institucional reciente, a centrarse en un discurso sobre la violencia que a veces parece atraparnos en la insuperabilidad del sufrimiento y el daño. Es urgente poner en marcha discursos contra la violencia que no caigan en la tentación de fetichizar el dolor. Y es urgente recuperar una agenda feminista que ponga sobre la mesa las batallas que las mujeres tienen pendientes contra la precariedad laboral, que hable de la falta de derechos de quienes migran, de quienes cuidan, de quienes trabajan en el campo. Porque esas batallas, aunque las abanderen y las impulsen mujeres, no son solo batallas de las mujeres y revelan que el feminismo no es un proyecto político que busca aislar y conservar a sus víctimas, sino mejorar las vidas de las mayorías. Frente a la expansión actual de la política de la víctima es necesario salir de la trampa y poner en marcha discursos expansivos que nos convoquen como sujetos libres y no como sujetos dolientes, que nos prometan un poco más de emancipación y un poco menos de compasión. Recordemos quiénes han salido beneficiados siempre de las políticas victimistas. No hay nada bueno, ni verdadero, ni bello en ser víctimas y la mejor noticia que puede traer una política emancipadora es que podemos dejar de serlo.

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