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Elecciones en Brasil
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Brasil no aguanta más

Bolsonaro ha horrorizado en diferentes momentos, pero el consenso parece ser que su indescriptiblemente horrible actuación en la pandemia explica su crisis de popularidad

Trabajador del cementerio de Manaos, Brasil
Un trabajadore del cementerio de Manaos entre tumbas de víctimas de la covid, el 14 de abril de 2022.MICHAEL DANTAS (AFP)

Este domingo, todo Brasil acudirá a las urnas para decidir los próximos gobernadores de los Estados, diputados estatales y federales, senadores y el presidente de la República. El voto es obligatorio y hay varias personas compitiendo por la presidencia. Sin embargo, dos candidatos polarizan la gran mayoría de las intenciones de voto. Por un lado, el actual presidente Jair Bolsonaro, del Partido Liberal, y por otro, el expresidente Lula, del Partido de los Trabajadores (PT).

Lula es el mayor líder popular de la historia de Brasil y durante dos mandatos fue el presidente que desarrolló políticas públicas fundamentales para los más pobres, en su mayoría negros. En el ámbito de la educación, por ejemplo, fue responsable de la expansión de las universidades federales, de las políticas de cuotas raciales y de los programas para que los pobres accedieran a la educación superior, lo que supuso una auténtica transformación. En 2010, cuando dejó el cargo, tenía un 83% de aprobación, un récord que aún se mantiene.

Lula hubiera sido el postulante ideal para el cargo en 2018, la elección en la que Bolsonaro se erigió como ganador, pero durante la contienda electoral fue detenido por la Operación Lava Jato, comandada por Sergio Moro, ex juez de derecho y actual candidato a senador por el Estado de Paraná. En 2018, Moro asumió el Ministerio de Justicia de Bolsonaro, que resultó favorecido por sus decisiones judiciales contra Lula y el PT. Fue otro de los muchos escándalos de la Operación, que acabó anulado por el Tribunal Supremo —tardíamente, hay que decirlo—, ante la evidente parcialidad del magistrado.

Ya libre de todo cargo, el encuentro que debía haberse producido en 2018 tendrá lugar este fin de semana, en el que la esperanza es progresista. Diferentes encuestas han coincidido en señalar un buen margen de ventaja para Lula. En los últimos sondeos, Lula está en el 48, 49, algunos apuntan al 50%. Según la legislación electoral, si ningún candidato alcanza el 50% de los votos válidos en la primera votación, habrá una segunda vuelta de elecciones.

Por ello, se está haciendo un gran esfuerzo para que la elección se decida en la primera vuelta en Brasil. Las alianzas políticas en un amplio (amplísimo) frente contra Bolsonaro, las declaraciones públicas de voto en televisión, radio y redes sociales por parte de personas de diversos segmentos de la sociedad y los actos públicos en las calles pretenden asegurar ese margen mínimo para que se dé la vuelta a una de las páginas más tristes de la historia del país y Bolsonaro pierda la reelección, lo que sería un hecho inédito en la corta historia presidencial del país.

Las razones de la aversión contra Bolsonaro son amplias. Brasil es un país de dimensiones continentales, con más de 220 millones de habitantes de diversas regiones y múltiples identidades. Así que no es solo con una mentira que se logra que el 51% de los brasileños digan que nunca confían en nada de lo que dice, según el último sondeo de Datafolha. Bolsonaro ha horrorizado en diferentes momentos, en diferentes áreas y en diferentes regiones, pero el consenso parece ser que su indescriptiblemente horrible actuación en la pandemia permite entender su crisis de popularidad.

Mientras los países se apresuraban a desarrollar una vacuna, el Gobierno gastaba miles de millones en cloriquina, un fármaco diseñado para tratar la malaria, pero en este caso destinado a tratar la covid-19. Fue uno de los principales propagadores de noticias falsas en internet y se opuso sistemáticamente a los consejos de la comunidad científica internacional.

Los ministros de Salud dimitieron uno tras otro por no querer responsabilizarse de la política adoptada a instancias del “Capitán Cloriquina”, apodo por el que era conocido, hasta el actual ministro, un obediente general del Ejército. En cuanto a la vacuna, ante la inminencia de la producción de millones de dosis chinas por parte del Gobierno del Estado de São Paulo, del que es opositor, solo le quedó decir que no confiaba en los productos que venían de China, complaciendo además a su ejemplo del norte, el expresidente Donald Trump. En las redes sociales, las milicias digitales bolsonaristas respaldaron su repudio a la “VaChina”.

Y no bastó con fomentar la desinformación sobre el uso de los medicamentos, lo que provocó numerosos casos de hospitalización y muerte; para retrasar las vacunas y boicotear las que se fabricaban, Bolsonaro dio un espectáculo deprimente de declaraciones desafortunadas durante el período de la pandemia. Frases como “es solo una pequeña gripe”, “no soy enterrador” (al negarse a responder sobre el número de muertes en el país), “lo sentimos por todos los muertos, pero es el destino de todos”, entre otras. A esto hay que añadir su actitud de salir sin máscara en medio de la pandemia y no haber visitado ni siquiera un hospital.

Antes de la pandemia, Brasil ya seguía una política de retrocesos económicos, ambientales y políticos; el golpe que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff en 2016 fue el punto de inflexión del oscurantismo. Se llevaron a cabo reformas laborales y asistenciales impensables en los países del Norte Global con la promesa de generar muchos puestos de trabajo que nunca llegaron. La parte de la sociedad que más sufrió este cambio fueron los pobres, que en Brasil son en su mayoría personas de raza negra, que son la mayoría de la población.

Pero en la pandemia, lo que era malo empeoró. El aumento de los casos de violencia doméstica encontró en Brasil un catalizador para la reducción drástica e incluso la erradicación de los fondos destinados a las políticas públicas de acogida de las mujeres víctimas de la violencia, como los refugios integrados, la denuncia y los centros de asistencia social. El país ocupa un lugar destacado en el podio de los feminicidios, los abusos sexuales a menores, las violaciones y la violencia doméstica.

Datos de 2019, en un escenario prepandémico, del Anuário Brasileiro de Segurança Pública (Anuario Brasileño de Seguridad Pública) registran que cada 8 minutos en Brasil violan a una mujer, joven o niño. El informe señalaba que el 57,9% de las víctimas tenían como máximo 13 años. En el 84,1% de los casos, el violador es alguien conocido por la víctima: un familiar o una persona de confianza. Según el mismo Anuario, cada dos minutos una mujer es agredida. Hubo 266.310 registros de lesiones corporales como resultado de la violencia doméstica en el país. En este caótico contexto, la reducción del presupuesto para las políticas de protección de las mujeres por parte del Gobierno de Bolsonaro en un 94% es cruel y responsable de la muerte y la desgracia de innumerables mujeres y niñas en el país.

Podría pasarme un día entero enumerando los absurdos que nos hemos visto obligados a soportar en los últimos cuatro años y aún así no sería suficiente. Podría hablar sobre la desinversión del 34% en el presupuesto anual de Ciencia y Tecnología, que ha llevado a un escenario de caos en la educación superior, con el fin de los programas de intercambio, la precariedad de la investigación en el país y la falta de presupuesto para que las universidades públicas sigan funcionando. Podría hablar de lo que ha significado la política de Bolsonaro en términos de muerte para los pueblos indígenas, con el estímulo a la guerra desatada por la minería ilegal en tierras protegidas, así como la política de daño ambiental. Podría hablar de muchas cosas, pero la verdad es que Brasil no aguanta más. Es necesario y fundamental un cambio profundo.

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