Giorgia Meloni contra Woody Allen
Para la líder de Hermanos de Italia y sus amigos bárbaros somos pura decadencia, los restos de una forma de vida abyecta que ha levantado las ruinas del presente
Mientras el mundo discutía si lo de Italia es derecha dura como el turrón, ultraderecha, fascismo o (¡ay, qué risa!) centroderecha, yo intentaba leer el último libro de Woody Allen. Se me hacía difícil concentrarme, no tanto por el ruido de los columnistas, los tertulianos y los políticos, sino por un malestar físico a consecuencia de intentar vivir en dos dimensiones del espacio-tiempo incompatibles: Woody Allen y Giorgia Meloni representan dos mundos en colisión, y quien quiera vivir en uno ha de renunciar al otro. No se puede tener un ojo en los chistes del primero y otro en las columnas que analizan a Meloni sin sufrir sudores, náuseas y vértigos. El libro se titula, como un aviso de las autoridades sanitarias, Gravedad cero.
Me duele reconocer que estos cuentos no valen gran cosa —salvo uno, Apéndices de Manhattan, magistral—, pero hasta la peor página de Allen tiene un rastro de sabiduría, una nota irónica bien tocada que acaricia y deja una sonrisa. No importa si es sublime o solo mejorable: para quienes hemos crecido con él, Woody Allen siempre será nuestra casa. Su humor sabe a los guisos de la madre, a las noches de juventud, a todo ese batiburrillo de intangibles y nostalgias que forman una patria. Leerlo mientras en Italia triunfa una política que podría haber protagonizado una de sus primeras comedias, como Bananas, deja una sensación inconsolable de soledad, abandono y derrota. Puede que las Meloni que cabalgan por las estepas de Europa carguen contra los inmigrantes y los fantasmas burócratas del sueño europeísta, pero el mundo que se disponen a arrasar (que ya han arrasado en buena medida) es el de Woody Allen.
Los ciudadanos de ese mundo abrazamos lo imperfecto como la condición humana básica, sin aspirar a ninguna forma de perfección; nos enfrentamos a las paradojas con un poco de ironía (y algún que otro antipsicótico); creemos en la conversación como un fin en sí mismo, sin esperar nunca una conclusión, y no tenemos más certeza que la de Alvy Singer al comienzo de Annie Hall: “La vida está llena de soledad, miseria, sufrimiento e infelicidad, y además se acaba muy pronto”. Para Meloni y sus amigos bárbaros (también en el ala izquierda populista, en eso no se distinguen), somos pura decadencia, los restos de una forma de vida abyecta que ha levantado las ruinas del presente. Somos, según una vieja metáfora que irritaba a Susan Sontag, la enfermedad occidental que su cirugía carnicera viene a extirpar. Ojalá que, al menos, usen anestesia.
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