Los peligros de la foto de familia de la Monarquía española
Cuesta creer que, en un momento judicial y socialmente tan delicado para Juan Carlos I, la Casa del Rey no haya hecho más por tomar distancias y evitar que Felipe VI fuera visto junto a su padre en Londres
“Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. La conocida sentencia de Tolstói ilustra bien el trágico sino de las instituciones hereditarias. Continuar los logros de los padres, alejarse de sus vicios, permanecer en las virtudes de un hijo o abjurar de sus traiciones. Todo puede ser objeto de dicha o de desgracia. Más aún si en la asunción o el rechazo de esa herencia se dirime una cuota de poder. Quizás por eso, la frase de Tolstói, aplicable a las familias en general, cobra especial relevancia cuando de las familias reales se trata.
La muerte de Isabel II de Inglaterra, una de las reinas más longevas de la historia, ha vuelto a poner de relieve la importancia que la herencia tiene en una institución no electiva como la monarquía. Los reyes no son investidos como tales por sus méritos o por libre voluntad ciudadana. Lo son simplemente por tener la sangre o por ser hijos de alguien. Esto último otorga a la herencia recibida de sus antecesores un papel central, ya que puede ser la clave para que el nuevo rey —carente de legitimidad de origen— consiga labrarse una nueva legitimidad de ejercicio.
El caso de Carlos III de Inglaterra es paradigmático. Muchos de los problemas que su reinado enfrenta tienen que ver con la falta de legitimidad democrática a la que suele asociarse a la monarquía. Así lo ven las generaciones más jóvenes, cuyo apoyo a la institución no pasa del 30%. Y así lo ve también una creciente mayoría social en Escocia, Australia o Jamaica que, tras siglos bajo la égida de la monarquía, aspira a vivir en repúblicas.
Frente a esa realidad, Carlos III sabe que una de las pocas bazas con las que cuenta es poder beneficiarse de lo mejor de la herencia materna. Hacerse con el tiempo de su carisma, y conseguir, como ella, transcurrir con un perfil discreto, que disimule las carencias de una institución que en muchos sitios fuera de Inglaterra es sinónimo de colonialismo, de racismo, y de privilegios inaceptables. Es difícil saber si el hombre que es incapaz de apartar un tintero sin la ayuda de un súbdito o que se irrita en público porque un bolígrafo le ha manchado un dedo de tinta podrá conseguirlo. Pero de lo que no hay duda es que de ello depende su supervivencia política.
Si esta reflexión se traslada a nuestro entorno, la situación parece la inversa. Felipe VI lleva tiempo intentando construir una legitimidad de ejercicio que lo aleje, y no que lo acerque, de su padre. La tarea es ardua. De entrada, porque los cuestionamientos de Juan Carlos I y de sus conductas comienzan a ser tan generalizados que es casi imposible hacerlo con discreción.
Durante los fastos por la muerte de Isabel II, fueron muchos los medios británicos que recordaron las acusaciones que pesan sobre Juan Carlos I. Incluida, claro está, la de acosar, difamar y vigilar ilegalmente en la propia Inglaterra a su exsocia Corinna Larsen. Quizás por eso, la foto del rey emérito junto al Rey actual resulta tan inquietante. Porque cuesta creer que, en un momento judicial y socialmente tan delicado para Juan Carlos, la Casa del Rey no haya hecho más por tomar distancias. Un monárquico lúcido tendría razones para estar preocupado. Porque si la impresión que se genera es que el hijo consiente las estrategias del padre para burlar la justicia británica, no hace falta ser un Tolstói republicano para augurar a la familia real un futuro poco prometedor.
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