Ayotzinapa: el vertedero del anterior sistema
Estamos frente a un juicio al régimen anterior. Murillo Karam es símbolo claro de ese sistema y uno de sus soldados más clásicos
Ayotzinapa fue la losa que descarriló al último gobierno del sistema político mexicano. Desde el primer minuto, la desaparición de 43 estudiantes en Iguala evidenció los enormes defectos de un aparato gubernamental podrido, y la imposibilidad de éste para investigar asuntos en donde sin remedio terminaría por morderse la cola. Un nuevo informe de la Comisión de la verdad sobre el caso está demostrando eso, mas persiste la duda sobre si habrá justicia para las víctimas directas y para una sociedad agraviada por esa tragedia.
A un mes de cumplirse ocho años de la infausta noche del 26 de septiembre en que perdieran la vida medio centenar de estudiantes de Ayotzinapa, el Gobierno ha abierto decenas de causas judiciales en contra de exfuncionarios de tiempos de Enrique Peña Nieto. Esta decisión, que llega luego de cuatro años de trabajo de Alejandro Encinas, pretende satisfacer las primeras demandas de las y los mexicanos desde que ocurrieron los hechos: qué pasó en Iguala y quiénes son los responsables de tan monstruoso crimen.
Según la Comisión de la verdad instalada por la actual administración, los hechos sucedieron de manera distinta a lo que dijo el anterior gobierno. Los muchachos no fueron incinerados en el basurero de Cocula (versión ya antes cuestionada), ni sus restos desperdigados en el río San Juan, sino que fueron divididos en grupos y por órdenes de un criminal asesinados y desaparecidos de distintas formas y en diferentes parajes.
La nueva versión oficial incluye el grave señalamiento de que autoridades de distinto orden supieron en todo tiempo de los hechos al punto de que el Ejército Mexicano tenía –por razones que los militares no han aclarado en todos estos años— un elemento infiltrado en el grupo de la Normal de Ayotzinapa, mismo que no intentaron rescatar, lo que habría derivado –hipotéticamente- en que la matanza ocurriera en la descomunal dimensión que se dio.
Los hallazgos de estas pesquisas fueron informadas el jueves a las familias de los jóvenes desaparecidos y tras ellos a la opinión pública. En rueda de prensa Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, expuso que por las acciones y omisiones se trató de un crimen de Estado, que con la llamada Verdad histórica se intentó distorsionar lo que realmente ocurrió, y que exmandos civiles de distinto nivel así como algunos castrenses serán llamados a cuentas por la Fiscalía General de la República (FGR).
Tales acciones iniciaron de manera más que vistosa este viernes cuando en las Lomas de Chapultepec fue detenido Jesús Murillo Karam, titular de la entonces llamada Procuraduría General de la República (PGR), autor de la pesquisa conocida como Verdad histórica, jefe directo del mando señalado por actos de tortura, Tomás Zerón, quien huyó hace años a Israel, y el dique con cuya actuación Enrique Peña Nieto quiso contener –inútilmente- el tsunami de indignación y la demanda de justicia que la muerte de los 43 causó en México.
La caída de Murillo Karam representa un triunfo para quienes desde el primer momento señalaron que fue el Estado el responsable de la noche de Iguala. Entre quienes lanzaron esa acusación están sectores de la izquierda y del activismo que hoy forman parte de gobiernos de Morena.
En ese sentido y a pesar de ser inédita la detención de un extitular de la PGR, esa acción era previsible. Estamos frente a un juicio al régimen anterior. Y Murillo Karam es símbolo claro de ese sistema y uno de sus soldados más clásicos. Así quedó ratificado por su expulsión misma del gobierno peñista, cuando ya se había chamuscado por el desprestigio que le causó ser la cara de la pesquisa, y por condenables declaraciones como aquella de “Ya me cansé”, proferida en una conferencia donde dio parte de sus “avances” periciales.
La detención de Murillo Karam destruye la llamada Verdad histórica, condena políticamente a todo un grupo de poder y reabre la posibilidad de saber qué ocurrió el 26 de septiembre de 2014 y las horas y días posteriores. Qué ocurrió en Iguala y sus alrededores, pero también qué aconteció en el gobierno guerrerense y en la Federación. La caída del hidalguense, una figura con poder propio pero también líder de un grupo que apuntaló campaña y sexenio peñistas, pone en jaque lo que queda del anterior sistema.
Porque Ayotzinapa destruyó la aspiración de un Gobierno por pasar a la historia como modernizador y diferente. La muerte de los normalistas desnudó la mentira. Peña Nieto impulsó en el Congreso una serie de ambiciosas reformas económicas y hasta sociales, pero no quiso –y ni siquiera sabemos si acaso pensó en intentarlo— reformar el sistema político para curarlo de su mal de origen: la corrupción y la consustancial impunidad.
A punto de cumplirse ocho años de los hechos de Iguala ha llegado el momento de hacer un juicio histórico por ese emblemático caso al régimen surgido de las alternancias.
La caída de Murillo implica que volvemos a la casilla inicial. El expresidente Peña Nieto, y de ahí para abajo, han de decirle a las y los mexicanos qué supieron y cuándo, cómo procedieron, qué no hicieron y por qué actuaron como actuaron a partir del 26 de septiembre y hasta un semestre después, momento en que se intentó dar carpetazo a una herida que conmovió incluso allende las fronteras mexicanas.
Esa deuda del peñismo con la sociedad tiene que saldarse. Han de decirle al país la verdad histórica de sus decisiones. ¿Quién les enteró de los hechos? ¿Cuánto sabían -antes, durante y después- los sistemas de inteligencia civiles y castrenses? ¿Quiénes en la cadena de mando supieron en tiempo real sobre la desaparición? ¿A quiénes reportaron y qué decidieron? ¿Cuánto fue inoperancia de un sistema disfuncional, cuánto hubo de negligencia, cuánto encubrimiento fue decidido desde minutos iniciales, cuánto después?
El presidente de la República, su poderoso secretario de Gobernación, su influyente secretario de Hacienda, su jefe de oficina, su secretario de Defensa Nacional y el de la Marina, y por supuesto su procurador han de informar a las autoridades, y a la sociedad, de esos hechos y sus decisiones. Pero no son los únicos.
Además de soldados y policías federales, además de los jefes de inteligencia, además por supuesto del entonces gobernador de Guerrero -amigo del presidente de la República-, han de hablar también los aliados gubernamentales en el Congreso: si las investigaciones no fueron a más, si la Federación intentó evitar la exhaustividad, si incluso se le pusieron trabas y hasta se espió a los expertos del grupo internacional independiente invitado para ganar credibilidad, qué hicieron PAN y PRD para impedir la proclividad peñista por el arreglo en lo oscuro, por negociar impunidad, por cerrar anticipadamente el caso.
Ha llegado la hora de la verdad, y eventualmente la de la justicia. El reclamo más sentido, ese dolor y esa indignación que llevaron masivamente gente a protestar a las calles hoy tiene una nueva oportunidad. Pero es solo eso. Un anhelo que aún ha de convertirse en realidad, que aún ha de probarse en los hechos.
Es justo reconocer que en este caso el nuevo gobierno ha empleado recursos y determinación. Mas eso no garantiza que se tendrá verdad, ni justicia. Las instancias oficiales involucradas han de probar eficacia e imparcialidad. Han de demostrar que México está frente a una nueva posibilidad de justicia, y no ante un Quinazo, acción prototípicamente espectacular pero que garantiza solo un parto de los montes: acallar la indignación y mostrar poder pero sin brindar justicia.
La acción de Encinas enfrentará previsibles resistencias de las Fuerzas Armadas, reacias a toda rendición de cuentas antes y ahora. Y la labor de la Comisión de la Verdad estará en manos de la Fiscalía General de la República, despacho que carga cuatro años de fuertes, y justificados, cuestionamientos tanto por la abusiva agenda personal de su titular como por el derroche de recursos en casos sin pies ni cabeza, donde se ha empantanado la posibilidad de hacer justicia frente a sentidos agravios en contra de las y los mexicanos.
Y, por supuesto, está el reclamo de las familias de los desaparecidos, que en los próximos días, a la par de la ejecución de más de 80 acciones judiciales han de dar su opinión más documentada sobre lo que Encinas, junto con el presidente y el fiscal general, les ha informado. Si ellos no quedan satisfechos con el alcance de lo que ha documentado la Comisión de la verdad, y con lo que a partir de esos avances se traduzca en expedientes sólidos, entonces la herida por la falta de justicia permanecerá abierta.
Ayotzinapa fue el iceberg en que se destruyeron las infundadas ilusiones del peñismo por llevar a México a la modernidad. Creyeron en ese entonces que se podía cambiar al país desde arriba y por decreto, con leyes pero no con un nuevo pacto social, con la mira puesta en el futuro sin atender de inmediato las miserias de la injusticia y la grave desigualdad que sumía en muerte y pobreza a los históricamente rezagados.
El nuevo informe de la Comisión Encinas también es una esperanza de que algo puede cambiar. De que Ayotzinapa no fue en balde. Si el régimen anterior es puesto en el banquillo, y si de ahí se obtiene una radiografía de lo que había que corregir entonces, y evitar ahora, entonces esas muertes podrían también ser honradas como el punto de quiebre que posibilitó un cambio en la justicia y en la política.
De ese tamaño es la responsabilidad asumida por esta administración. Verdad, justicia, reparación del daño, sí, pero también la inédita posibilidad de iniciar un camino de no repetición, de aprender para nunca repetir algo ni remotamente parecido: una tragedia bestial, dantesca, seguida de un gobierno pasmado, omiso, indolente y con prisa a cambiar de tema, a olvidar el dolor y la rabia, acostumbrado a salir impune cuando no aplica la ley.
Atribuyen al exprocurador Murillo Karam una analogía sobre la PGR. Iba más o menos así: Un día te llama el presidente de la República y tras saludos de cortesía te dice que quiere que encargarte un gran Ferrari. Te lleva y te muestra el flamante auto. Te da las llaves, te pide que lo cuides mucho, pero que también le saques jugo, que lo manejes bien y a fondo. Emocionado, te subes. Acomodas asiento y espejos mas cuando quieres encender la máquina, ésta no responde. Lo intentas varias veces, pero nada. Te bajas, abres el cofre y descubres que no hay motor. Es pura carrocería.
Esa carrocería, con siglas nuevas, este viernesfue lanzada en contra de su exconductor. Cuánto de ese vehículo es nuevo, cuánto se corrigió en el motor para que ahora sí haya posibilidad de que se llegue a un destino con justicia. En la siguiente etapa del caso Ayotzinapa se verá si el cofre repintado con las siglas FGR ahora sí tiene motor y si su conductor tiene pericia y decisión.
De lo contrario, bajo las ruedas de esa maquinaria quedará no solo el fin de la carrera de un otrora encumbrado político hidalguense, sino de nueva cuenta y fatalmente, las esperanzas y los anhelos de justicia de una sociedad para la que Ayotzinapa es un gran agravio, uno terrible, pero de ninguna manera el único.
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