Yolanda Díaz, joven promesa
Tal vez no sepamos lo que piensa la vicepresidenta segunda, pero tiene ya una carrera como gobernante de la que se pueden deducir algunas pistas
Hace mucho tiempo, a un amigo escritor le incluyeron en una de esas listas de “jóvenes promesas que darán que hablar”. Creyendo que nos teníamos confianza, me permití tomarle el pelo: ni era joven, le dije, pues encarrilaba casi los cincuenta, ni era promesa, pues había escrito algunos libros. No se tomó a bien mi apunte: ¿acaso no sabía yo que el estatus de joven promesa es el más feliz de todos? Solo te pueden despojar del título olvidándose de ti o consagrándote. Dado que lo segundo parecía improbable, el amigo aspiraba a la juventud eterna, lo que le obligaba a vivir en un estado constante de potencia, sin llegar jamás al acto. Para mantenerse como escritor, era imprescindible que no escribiese una obra que llamase demasiado la atención y pusiera en riesgo su imagen de promesa.
Me acuerdo mucho de este amigo cuando leo cualquier cosa sobre Yolanda Díaz. Su decisión de no presentarse a las próximas autonómicas y locales contribuye a estirar su aura de joven promesa. A lo Bartleby, la vicepresidenta “preferiría no hacerlo”, no vaya a ser que una campaña le estropee el proceso de escucha sobre el que levita cual aparición mariana. Teme Díaz que unas elecciones la obliguen a concretar una candidatura de la que, casi un año después de anunciarse, solo se sabe el nombre. El buen seductor escucha y calla para parecer inteligente y enigmático, y este último adjetivo se lo cuelgan los tertulianos a Díaz a diario, no siempre con ironía.
Yolanda Díaz es una joven promesa tan poco creíble como mi amigo. Tal vez no sepamos lo que piensa, pero tiene ya una carrera como gobernante de la que se pueden deducir algunas pistas. Sabemos, por ejemplo, que no cree mucho en el parlamentarismo, como demostró con la reforma laboral, que negoció con los agentes sociales y exigió que se votara sin enmiendas ni debate, contraviniendo la esencia de la democracia representativa. Sabemos también que se envaina los principios si la coalición peligra, y antepone la estabilidad del Gobierno a la coherencia ideológica, tragándose los sapos que sean menester, incluso si estos vienen del Sáhara o de la verja de Melilla. Sabemos, en fin, que conspirar en los despachos se le da mejor que debatir en el Congreso. El retrato que se va dibujando tira más hacia Mefistófeles que hacia Juana de Arco, pero hace falta memoria y leer entre líneas para adivinarlo, y las jóvenes promesas saben fingir muy bien que no tienen pasado.
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