Escondida
Soy silenciosa, pero siempre temí el extremismo de esa práctica: escuchar todo el tiempo mi cabeza sería una experiencia arriesgada. Pero hace días que no hablo
Sé que existen retiros de silencio en los que la gente pasa días sin pronunciar palabra. Soy silenciosa, pero siempre temí el extremismo de esa práctica: escuchar todo el tiempo el rugido de mi cabeza sería una experiencia arriesgada. Sin embargo, hace días que no hablo. No sucedió nada extraño: simplemente volví de demasiados sitios y no tengo ganas de llegar al sitio en el que estoy. Así que hablo apenas. La que habla es, en realidad, una parte de mí que no me importa. Vivo retirada en un silencio frondoso, un silencio como una bienaventuranza. Alguien que no soy yo despliega las velas y les insufla viento y temperaturas adecuadas para llegar hasta el final. Que no me importa cuál es. Camino, miro el cielo: una construcción exacta, una fórmula matemática. Entiendo cosas que sé que no volveré a entender, que olvidaré muy pronto. Pero ahora son magníficas. No me importa saber que voy a perderlas, que voy a adormecerme otra vez. Escribo con la determinación de un tren y, a la vez, como si nadara bajo el agua. Todo lo que soy sale a la superficie y vuelve a esconderse dejando un rastro cristalino, un pentagrama vacío, escamas diáfanas. Hoy la gata se me subió al regazo y se quedó largo tiempo allí. Fue como un ballet devoto, una ofrenda. La acaricié sin distracción, sumida en mi silencio portentoso como un jarrón de vidrio. Estoy, nadie me ve. Es poco lo que llega a tocarme. Sigo el hilo de lo que pienso y lo que pienso no tiene forma ni tiempo ni está hecho para decirse. Mi casa, mis libros, lo que existe me interesa poco. Puedo contemplar cosas, aunque no sé bien qué significa eso: en qué se diferencia de la forma en que, antes, miraba frenéticamente todo. Es un silencio de castidad y desprendimiento. Pero, como escribió Jack Gilbert, “me pregunto si el silencio que hay en mí ahora será un principio o un final”.
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