El tirano, el funcionario y el cuerpo de lobos
No hay riesgo en aventurar que Díaz-Canel carece de voluntad o poder político alguno, pero podemos, en cambio, ir un tanto más allá y decir que, en algún punto, Fidel Castro también
Lis Cuesta, la esposa del mandatario cubano Miguel Díaz-Canel, ha recibido la misión de establecer en Twitter una suerte de propaganda suave que permita no ya edulcorar la gestión presidencial de su marido —ambos se encuentran ahí para ocultar algo más importante, quién manda verdaderamente en el país—, sino aligerar con notas costumbristas el peso demoledor de aquellas fuerzas represivas que aún sustentan los restos agónicos del Estado castrista. Sin embargo, su escasa destreza en el espacio público la ha convertido, tras varios lances desafortunados, en una señora infumable que accede a la maldad a través de la torpeza. La primera dama se fugó de algún cubículo burocrático de provincias luego de segundas nupcias, pero, del modo en que parece dispuesta a frivolizar la tragedia cotidiana de la gente, pudiera ser devuelta en un santiamén a algún lugar todavía más inhóspito.
Tengo la impresión de que la han enviado al matadero, el destino inevitable de cada uno de los funcionarios exaltados que se tomaron en serio alguna vez la tarea imposible de volver atractivo el ejercicio dictatorial, cuando el atractivo inherente de las dictaduras es su propia cultura de encierro, su cónclave depurado, por lo que termina devorando incluso a quienes han decidido ponerla en marcha. Con el corazón dizque “en modo estropajo” por los apagones a lo largo de la isla, Lis Cuesta se fue a escuchar música a la clausura de los premios Cubadisco. Anuncia que le duele algo que ella no sufre, y se consuela con algo que casi nadie puede. Hay quien le ha recordado el final de Elena Ceaușescu, una letra que nadie quiere tener encima.
Sus frecuentes burlas, presuntamente involuntarias, escapan del lenguaje que manejan los regímenes militares, los Estados severos, que es la sobriedad, la austeridad, el sacrificio, la preponderancia del valor. Esa figura de control autoritario adquirió forma bajo el nombre de Licurgo, padre fundador de Esparta, “el primero que compone un mundo que excluye el mundo” cuando echa a rodar sus principios identitarios: no escribir leyes, condenar el lujo. Castro hizo lo mismo en Cuba. Su ley fue siempre oral. La palabra maltratada de sus interminables discursos valía más que cualquier legajo constitucional; sentenciosa, abrumadora y escolástica, su palabra no dibujaba ningún bien material, la ganancia de ninguna riqueza.
Este paralelismo sirve para obtener una conciencia más pulida del tipo de poder que enfrentamos, su larga permanencia; proyectos que pernoctan en el caldo burbujeante de la historia y de golpe vuelven a florecer. En Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso señala que los modernos encontramos en Tucídides señales que historiadores anteriores a nosotros no podían prefigurar, justo porque desconocían la experiencia de Stalin, y enseguida glosa un evento en que los lacedemonios desaparecieron, sin dejar rastro, a 2.000 de sus ilotas o esclavos, potenciales disidentes del férreo Estado espartano. “Sospechando de ellos mandaron pregonar que los más valientes fuesen escogidos, y les diesen esperanzas de libertad, queriendo conocer sus intenciones”, se lee en Historia de la guerra del Peloponeso.
“El largo recorrido del rey sagrado al Politburó se realizaba en un solo gesto”, dice Calasso. En aquella tierra militarizada y funcionalista el poder había pasado a los éforos, suerte de sacerdotes vigilantes, guardianes en las sombras de la institución pública. “No era necesario decapitar a los reyes. Seguirían en su puesto, pero vaciados de poder. Si molestaban, sin embargo, podía ocurrir que los éforos decidieran ‘matarles sin proceso” Y más adelante: “A un lado un rey divino, que sostiene con su cuerpo los atributos de la soberanía; al otro, seres tendencialmente sin cara y sin nombre, omnividentes inquisidores: entre ambos extremos corre toda la historia política. Es la historia de la transformación del poder litúrgico en poder invisible”. Resulta difícil encontrar unas líneas que definan con mayor celeridad y economía de gestos el arco de los totalitarismos, entre ellos el cubano, por supuesto.
Cualquiera que haya entrevisto en alguna de sus múltiples formas a la virgen aglutinante de la Seguridad del Estado, una deidad netamente pagana, sabe que Díaz-Canel y su consorte ocupan justamente un puesto vaciado de poder y que realmente gobiernan la isla los “seres tendencialmente sin cara”, quizá no aquel que te interroga, pero sí otros que pertenecen a su misma estirpe y juegan el mismo papel, a un tiempo fantasmagórico y opresor. Quienes estudian las formas vigentes de la Administración castrista y se limitan a reseñar y discutir sus estatutos escritos, sus acápites y decretos formales, y obvian, aceptando su no existencia, las verdaderas reglas fundamentales, las cláusulas omitidas, las desgarradoras normas flotantes del orden policial, cometen una traición intelectual que les garantiza cierta subsistencia cómplice. Aquel que dice que lo que no se ve no sucede, en verdad le está pidiendo, a aquello que no se ve, que no arrase con él, es decir, tiene más conciencia de la presencia de esa virgen, de ese ojo siempre abierto, que ningún otro ciudadano, porque el gran invento de los espartanos fue “conseguir que el terror fuera percibido como normalidad”.
No hay riesgo en aventurar que Díaz-Canel carece de voluntad o poder político alguno, pero podemos, en cambio, ir un tanto más allá y decir que, en algún punto, Fidel Castro también. Cuando un tirano visita alguno de sus territorios, y ese territorio ha sido expresamente engalanado para él, hay ahí el principio de un escamoteo de lo real que luego va a adquirir connotaciones más dramáticas. Enfermo, Castro dijo que el modelo cubano no funcionaba ni siquiera para nosotros. Tenemos la opción, más plana, de pensar que se trataba simplemente de una salida cínica o demagógica, pero de la misma manera sospechar, y no habría contradicción alguna entre ambas posibilidades, que a la máquina que Castro inventó ya no le importaba en lo absoluto lo que su figura tutelar pensara. De hecho, el castrismo aprendió a alimentarse del fracaso estrepitoso de casi cada una de las empresas de su líder, desde la Zafra de los Diez Millones hasta la Batalla de Ideas. Si triunfaba, Castro habría echado a perder aquel prodigio, de ahí que en los años noventa, cuando empezó a sacar al país de una severa crisis económica después de algunas medidas liberalizadoras, tuvo que volver a sabotearlo de inmediato.
A él tampoco le gustó el acercamiento con Obama, pero no tenía manera de detenerlo, su obra le lanzaba un amargo adiós y lo dejaba en el andén, decrépito. Raúl Castro, su hermano menor, pidió durante su mandato no entorpecer el desarrollo de las pequeñas y medianas empresas privadas, o que la prensa partidista ejerciera un papel más crítico. ¡Ay de quien se tomara en serio aquellas palabras!, pues no había entendido aún qué es lo que realmente mandaba en Cuba. Algunas desobediencias los tiranos no la pueden castigar, porque quien desobedece en tales casos es la tiranía, algo que es más fuerte aún que ellos.
Poco meses antes de la caída del Muro de Berlín, Raúl dijo haber llorado frente al espejo del baño, mientras se afeitaba, al darse cuenta de que el general Ochoa los había traicionado. Esto es un eufemismo. Lloró al darse cuenta de que lo iban a fusilar, y lo iban a fusilar los éforos, algo de lo que ni siquiera él podía salvarlo. Nada de lo anterior supone una responsabilidad individual menor para el tirano y sus secuaces, al contrario, son culpables de incrustar en los hábitos ajenos un proyecto que los trasciende, una sustancia viscosa que no se diluye con la muerte de ninguno de sus artífices.
Los espartanos descubrieron, y fijaron en el anaquel del tiempo, que “el auténtico enemigo era la superabundacia que pertenece a la vida”. La Seguridad del Estado, no ansía “la voracidad del poder. Suyo, y únicamente suyo, es el placer de la policía, que es más sutil y duradero: sentir la dependencia de la vida ajena del propio arbitrio, pero permaneciendo en el anonimato. Parte de un cuerpo, de un equipo de lobos”.
Ese cuerpo ha tenido que emplearse a fondo, y a la vista de todos, en los últimos años. Necesitan un gestor que les garantice el ocultamiento, y los tuits de Lis Cuesta, en su candorosa imprudencia, forman parte de la superabundancia, la recortan del batallón de funcionarios, le entregan una distinción particular. Es, de golpe, la indolente, la tonta, la cursi, la enajenada, la mareada, alguien que no entiende que le han pedido que actúe, sí, solo que actúe como muerta. Su marido sigue siendo, ejemplarmente, el anodino, pero si las fieras se la comen a ella, también se lo van a comer a él.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.