Violaciones bélicas
La violencia sexual es la forma de humillación más directa, pues estigmatiza a quien la sufre, privándole de su autonomía física y quebrando su confianza esencial en el mundo. En Ucrania no es anecdótica
Dime, Agata, ¿cómo podría llevarte a una reunión con un hombre cuya esposa e hija pequeña fueron violadas ante sus ojos?”. Es solo uno de los testimonios que recoge Agata Grzybowska en su fotorreportaje para la polaca Gazeta Wyborcza y que muestra las vidas de quienes decidieron quedarse en Ucrania tras la invasión de Putin. Muchas de las fotos retratan la nueva cotidianeidad de personas con nombres y apellidos: “Svitlana solía coser vestidos de novia”, leemos. “Ahora hace cócteles molotov”. Otras viven en refugios subterráneos para resguardarse de los bombardeos, pero los horrores de la guerra también llegan al subsuelo de los refugios, pues forman parte de un objetivo bélico bien concreto: sostener a la población en el límite de la muerte, la intimidación, la precariedad y el horror.
En la guerra se persigue eliminar físicamente al adversario o paralizarlo por el terror. A veces, resulta más eficaz la violencia sostenida sobre la población, sin necesidad de arrancarle todas las entrañas. Los sótanos son el escenario de las violaciones en grupo: el cuerpo de las mujeres ucranias es solo un campo de batalla más. Esta cosificación extrema va unida a la necesaria exaltación de la virilidad del hombre guerrero. Los “sótanos del horror”, descritos por Luis de Vega en este periódico, son la metáfora de todo lo que no queremos saber de esta guerra. La violación es la forma de humillación más básica y directa, pues estigmatiza a quien la sufre, privándole de su autonomía física y quebrando, quizá para siempre, su confianza esencial en el mundo. En Ucrania no son anecdóticas, como demuestra el que cada vez haya más casos documentados por la ONU. Es una forma sistemática, racionalizada y organizada de hacer la guerra: el crimen de guerra como instrumento esencial para matar, reprimir o silenciar al “otro”. En las profundidades de los sótanos, las violaciones se producen siempre ante los ojos de todos: humillar al enemigo lo paraliza y genera hermandad, cohesión y camaradería entre los agresores. El objetivo es la intimidación y por ello a veces ni siquiera se destruyen las pruebas. Muchas mujeres han aparecido carbonizadas, algunas con las uñas arrancadas o con un disparo en la cabeza, como aquella mujer de Bucha, desnuda, pero cubierta por un abrigo de piel y rodeada de condones.
La crudeza de lo que sucede acredita la íntima dificultad de narrar la guerra, pues existe ese momento en que contar a las víctimas es dejar de contarlas. Recuerden a Stalin: “Un muerto es una tragedia; un millón, una estadística”. Salir de las abstracciones y entrar en la realidad de las situaciones concretas, con personas concretas, nos coloca en el incomodísimo lugar de quedarnos sin coartadas que expliquen la barbarie de una guerra, de esta guerra. No bastan los lamentos ante el peso simbólico del horror: la justicia internacional debe procesar a los violadores rusos y sus mandos, todos ellos, sin excepción, criminales de guerra.
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