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Columna
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Algunos de ellos muerden, algunas de ellas hablan

Cuando Esther explicaba algún episodio con Manuel, Laura era capaz de avanzarse al desenlace. Se reconocían en la otra y aquello las reconfortaba, aunque la marca de los dientes de Manuel siguiera en la mejilla y el cuello de Esther

Nan Goldin
'Nan, un mes después de ser golpeada', autorretrato de Nan Goldin (1984).

“No te preocupes, que con el tiempo se calman”, le dijo su suegra. Aprovechó que ese día estaba sola en casa. La llamó para intentar aliviarla. Sabía la suegra que su hijo le controlaba el teléfono móvil y la llamó al fijo. No añadió mucha cosa más. “¿Estás bien?”, preguntó, y Laura le dijo que sí, que no se preocupara. Colgó el auricular y se acordó de cuando el suegro se enfadó y estuvo un mes sin dirigirle la palabra a la suegra. Hacía como si en casa no hubiera nadie, pero exigía que a la hora de siempre la mesa estuviera puesta. Dormía en el sofá y solo entraba a la habitación para coger la ropa que cada mañana encontraba limpia y doblada sobre la cama. Una noche se levantó y meó en las cortinas. Las cortinas quedaron amarillas y el suelo pegajoso. La suegra parecía consumida y lucía unas oscuras ojeras permanentes, estaba con el suegro desde que se quedó embarazada a los 16 años. “Los dos son muy gritones y se enfadan si las cosas no se hacen como ellos dicen”, le decía a Laura, “pero son buenas personas”.

“Llama a tu madre y dile que Manuel y tú no os encontráis bien”, le dijo su suegra a Esther después de que su hijo le propinara una paliza. El pobre no estaba en su mejor momento y aquella mañana llegó a casa borracho, seguramente no sabía lo que hacía. Esther llamó a su madre y le dijo que no irían a comer. Acostó a Manuel y se aplicó yodo sobre los mordiscos y los golpes que le había propinado en la cara, el cuello y el brazo. Tomó un ibuprofeno e intentó descansar. Cuando Manuel se despertó, Esther le preguntó qué le había pasado. “No lo sé, pero te habría matado”, respondió avergonzado. Lo denunció unos meses más tarde. Consiguió una orden de alejamiento y años después se celebró el juicio. El juez condenó a Manuel, que había estado paseándose tranquilo por la ciudad dando por hecho que la víctima era él, porque es una buena persona, y a las mujeres que se atreven a hablar de intimidades violentas nadie las cree, exageran las cosas, y suelen acabar todas en el mismo saco, uno ridículo. Es lo que pasa cuando alguien quiere llamar la atención o intenta joderle la vida a un buen hombre.

En Ellas hablan, Miriam Toews hace un ejercicio excelente a través de una ficción que ilustra perfectamente el asunto. “Entre 2005 y 2009, en una remota colonia menonita (…), muchas mujeres y niñas se levantaban por la mañana doloridas y con sensación de modorra, con sus cuerpos amoratados y sangrantes como consecuencia de haber sido agredidas por la noche. Estas agresiones se atribuyeron a fantasmas y demonios. Ciertos miembros de la comunidad eran de la opinión de que o Dios o Satán estaban castigando a las mujeres por sus pecados; un grupo muy numeroso las acusaron de mentir para llamar la atención o encubrir adulterios: hubo incluso quienes creyeron que era todo fruto de la viva imaginación femenina”. En 2011, un tribunal condenó a aquellos hombres. Fueron otros hombres los que los llevaron ante la justicia al descubrir que habían estado administrando anestésico para animales a las mujeres de las que abusaban.

Laura y Esther se conocieron hace una semana en la playa del Voramar gracias a una amiga común que las puso en contacto. Cuando Esther explicaba alguno de los episodios con Manuel, Laura era capaz de avanzarse al desenlace. Se reconocían una en la otra y aquello las reconfortaba, aunque la marca de los dientes de Manuel siguiera visible y amenazante en la mejilla y el cuello de Esther. Las dos mujeres sanaban ligeramente al hablar, ambas habían hecho públicos sus episodios de violencia y las dos sabían que la gran mayoría creía que era todo fruto de “la viva imaginación femenina”, como en la ficción de Toews. Parece que también en la vida real han de seguir siendo los hombres quienes señalen a los otros hombres: cuando ellos hablan es más fácil que la justicia —y la opinión pública— nos crea.

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