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tribuna
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Carta a Vladímir Putin, presidente de la Federación Rusa

Tres meses después del inicio de la guerra de Ucrania, ¿no es hora de encontrar la manera de detenerla? ¿Por qué no proponiendo a sus adversarios la “paz de los valientes”?

Guerra en Ucrania
El presidente ruso, Vladímir Putin, visita la exposición sobre Pedro el Grande este jueves en Moscú.Mikhail Metzel (AP)

Señor presidente, Vladímir Vladímirovich

Nos conocemos desde hace más de 30 años. Nuestro primer encuentro se remonta a la inauguración del Colegio Universitario Francés de San Petersburgo en 1992. Ese día, probablemente lo recuerde, porque no es baladí, hablamos sobre su relación con los judíos. Porque cuando yo, como tal, fui condenado por los nazis a convertirme en una pastilla de jabón, fueron los rusos quienes me salvaron la vida. Lo que ciertamente explica mi apego a su país. Hablamos también de mi amor por la literatura rusa y por sus personajes, que han marcado los de mis libros: Natacha, el príncipe Bolkonski, los hermanos Karamazov...

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Usted, por su parte, me dijo, no sin cierto orgullo, que durante seis años había sido “un James Bond ruso”. Esta confidencia me hizo sonreír, al haberme encontrado en la lista negra de la KGB por haber luchado contra el Gulag y participar en la liberación de los disidentes rusos. ¿Acaso no nos valió a mi amigo Bernard-Henri Lévy y a mí nuestro apoyo a la resistencia afgana en la lucha contra la ocupación soviética la prohibición de entrar en territorio ruso? Tuve que esperar a la perestroika para redescubrir los sonidos del lenguaje y las melodías de mi infancia.

Más tarde se convirtió en presidente de la Federación Rusa. Nos reencontramos varias veces después: publiqué entrevistas con usted, en Francia y en el extranjero.

Hace tres meses, celebré mi 86º cumpleaños en Rusia, por iniciativa de la Universidad Estatal de Moscú, que acoge desde hace 30 años nuestro Colegio Universitario Francés. Su asesor, Mijaíl Shvydkoi, me transmitió públicamente su felicitación. Me llamó especialmente la atención una de sus frases: “Quien no se arrepienta de la desaparición de la Unión Soviética, que supo unir a 73 etnias en torno a un mismo sueño, no tiene corazón. Pero quien quiera reconquistarla no tiene cabeza”.

Además, convencido del desenlace pacífico de esta crisis, declaré a los medios de comunicación que la guerra entre Rusia y Ucrania no se produciría. Me equivoqué. ¿Qué ha pasado mientras tanto, señor presidente?

El filósofo francés Montesquieu escribió en su célebre obra El espíritu de las leyes (1748) que la guerra incumbe a quien la empieza, pero también a quien la hace inevitable. ¿Qué le ha impulsado a actuar? ¿La instalación en sus fronteras de bases de la OTAN? ¿Los preparativos para una agresión ucrania contra Donbás con ayuda estadounidense? Si es así, su guerra sería en realidad una guerra preventiva. ¿Por qué no decirlo?

Tendrá que explicarle al mundo, y especialmente a sus amigos, las razones que le han llevado a lanzar sus tanques, en lugar de a sus diplomáticos, al asalto de Ucrania. Alentada por su silencio, la respuesta nos llega tanto de los analistas de televisión como de sus enemigos. Sí, dependerá de usted, como del presidente Volodímir Zelenski, proporcionar algún día a los historiadores la información necesaria para comprender esta parte de nuestra historia.

Por mi parte, me gustaría que analizáramos en algún momento las verdaderas razones del odio antirruso que se ha apoderado de Occidente. ¿No tenemos por principio que diferenciar a los pueblos de las políticas llevadas a cabo por sus gobernantes? En Francia, donde siempre hemos apoyado a los hombres comprometidos en conflictos que no eligieron. Durante la guerra de Vietnam, por ejemplo, o las de los Bush en Irak. Pues bien, ahora los mismos que defendían la soberanía del pueblo tachan a los rusos de “parias”, un pueblo que encarna el mal absoluto.

¿Es mi posición comparable a la de los demás? ¿Influye en mis reacciones el papel que ha tenido Rusia en mi vida? ¿El hecho de que nos conozcamos distorsiona mi opinión? Hace tres siglos, Denis Diderot, que, como yo, amaba a Rusia, se hizo la misma pregunta. Sabemos, sin embargo, desde los tiempos de los profetas de Israel, que el papel del intelectual no es condenar, sino reivindicar. A la cara. En nombre de la justicia, que es igual para los poderosos y para sus súbditos. Es lo que hizo Cicerón en tiempos de César o, más próximos a nosotros, Vasili Grossman e Ilya Ehrenburg en Rusia, Jean-Paul Sartre y Albert Camus en Francia, Stefan Zweig y Thomas Mann en Alemania…

Sí, señor presidente, este conflicto que está a punto de cambiar la faz del mundo me preocupa. Imagínese que hasta el joven soldado ruso, a quien los ucranios acaban de condenar a cadena perpetua por un crimen de guerra que debería haberme horrorizado, no despierta en mí más que compasión. Porque mi memoria no es inocente. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en Kokand, en el lejano Uzbekistán, me parecía a él. Esquelético, con la cabeza rapada, yo era un joven sin ley, un hooligan que luchaba contra desconocidos para salvar a sus padres y expresar la rabia en que el poder lo había encerrado.

Al igual que usted, señor presidente, conozco la historia y sé que pequeños grupos de ucranios apoyaron a los nazis durante la masacre de 33.771 judíos en Babi Yar, a las afueras de Kiev. Esto no convierte a todos los ucranios en un pueblo nazi. Y estos actos de ayer no justifican las bombas lanzadas hoy sobre sus ciudades. Recuerdo el aniversario de la victoria sobre el nazismo, celebrado en 1946 en la Plaza Roja y el Pravda que se repartió gratis en esta ocasión. En primera plana se yuxtaponía la famosa instantánea de Yevgeni Jaldei, un judío de Donetsk, que mostraba a un soldado soviético izando una bandera roja sobre el Reichstag, y la lista de héroes de guerra soviéticos según su grupo étnico: los primeros eran rusos, seguidos de cerca por los ucranios y los judíos.

Para los que firman las peticiones las cosas son sencillas, pero no para la historia. Conviene recordar, como hace Edgar Morin, que entre el blanco y el negro hay toda una paleta de grises. Es la razón por la que el Talmud, que se dice que usted conoce, señor presidente, gracias a sus compañeros de piso en Leningrado, donde usted se crió, nos pregunta: “¿Quieren que los malvados mueran o que reconozcan sus faltas y vivan?”.

Sé, señor presidente, que usted, como yo, cree en el poder de la palabra. De lo contrario, ¿por qué se pasó dos horas el 21 de febrero enumerando en la televisión todas las humillaciones infligidas a Rusia por Occidente en los últimos años? ¿Era para justificar la guerra que había desencadenado? Como señaló Sigmund Freud, el primer hombre que lanzó a su adversario un insulto en lugar de una piedra fue “el fundador de la civilización”.

Sí, señor presidente, la historia nos dice que es más fácil comenzar una guerra que terminarla. Hoy en día, con la globalización, y la presión económica y mediática, ya no es posible vencer por las armas. El resultado de la injerencia estadounidense en Irak y Afganistán lo demuestra. Como predijo Carl von Clausewitz, “la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios”. Ahora bien, la política se hace hablando.

Tres meses después del inicio de este conflicto, ¿no es hora de encontrar la manera de detenerlo? ¿Por qué no proponiendo a sus adversarios, como Charles de Gaulle en 1958 durante la guerra de Argelia, la “paz de los valientes”? El hombre ilustrado que usted es seguramente se ha dado cuenta de que la guerra de Ucrania, como se la llama, ha superado con creces el campo de batalla que usted había diseñado. Ha inundado las pantallas de televisión de todo el mundo, hasta el punto de preguntarnos de qué hablarán nuestros periodistas una vez que se firme la paz.

Señor presidente: no caiga en la trampa en la que los estadounidenses intentan atraparlo. Porque hoy son ellos quienes controlan el curso de los acontecimientos e impiden que el presidente Zelenski considere, como estaba dispuesto a hacer antes, cualquier solución a este conflicto que no sea la continuación de esta guerra que solo les beneficia a ellos. Eliminando a Europa como fuerza política y económica independiente, encarnando de nuevo ese papel de “hermano mayor”, el único modelo frente a los sistemas autoritarios que reinan sobre el 40% de la población mundial. Contra este peligro se levantaron en 1962 De Gaulle y Konrad Adenauer, lanzando las premisas de ese otro modelo que es Europa: una alianza entre países libres a la que, según ellos, se habría tenido que unir Rusia. Esta Europa, el sueño de Víctor Hugo (a quien usted ha leído), agoniza en las llanuras de Ucrania. Pronto será sustituida por una alianza militar, la OTAN, que solo existe ante la perspectiva de otras guerras.

Señor presidente: para escapar de esta nueva reordenación del mundo, que relega a Rusia a Oriente y la alejará de sus fuentes históricas y culturales, no se trata de ganar esta guerra, sino de detenerla. Urgentemente. Lo cual salvará miles de vidas y le dará a usted y al presidente Zelenski la oportunidad de salir de este avispero en el que los ha encerrado la lectura de sus respectivas memorias.

Me he preguntado, señor presidente, cómo un hombre como yo, un hombre que solo dispone de su pluma, pero que tiene la suerte de poder dirigirse a los presidentes, puede ayudar en la búsqueda de una solución. Hace unos años, al igual que mis mayores, habría iniciado un movimiento por la paz, lanzado anatemas firmados por celebridades, organizado conferencias que reunieran a intelectuales rusos y ucranios. Solo que hoy ya no hay disidentes, no hay opositores “carismáticos” —como los llamaba el sociólogo Max Weber— y que obligaban a escuchar. Los hombres navegan sobre lo efímero. Sin embargo, y estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo, señor presidente, sigue quedando la religión. Cada uno tiene la suya, pero todas tienen en común la esperanza de un mundo mejor.

Por eso, señor presidente, planeo organizar, con representantes de los distintos cultos, católicos, ortodoxos, protestantes, musulmanes, judíos y budistas, una caravana por la paz en Moscú y luego en Kiev. Imagine esta caravana llegando a la Plaza Roja, después de miles de kilómetros, deteniéndose ante la catedral de San Basilio para escuchar una oración por la paz.

¿Aprovechará esta oportunidad para unirse a nosotros y declarar el fin de las hostilidades? “Salvar una vida humana”, dicen las Escrituras, “es salvar a toda la humanidad”.

Con este sencillo gesto, sorprendería al mundo e inauguraría una conducta política inesperada, una renovación de la diplomacia. El pueblo ruso y la historia le estarían agradecidos.

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