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Nuestros padres fundadores

El Contubernio de Múnich, del que ahora se cumplen 60 años, colocó la primera piedra de la reconciliación, condición necesaria para levantar la nueva estructura democrática

Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de Miranda y Jaime Miralles, en Fuerteventura tras regresar de Múnich en 1962.
Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de Miranda y Jaime Miralles, en Fuerteventura tras regresar de Múnich en 1962.
Jordi Amat

El espíritu de nuestra democracia fue invocado por primera vez hoy hace exactamente 60 años. Ellos mismos dijeron que los congregados habían sido 118. De monárquicos liberales a nacionalistas responsables, desde socialistas republicanos o democratacristianos accidentalistas. En 1936 podrían haberse asesinado en las trincheras, pero que aquel 5 de junio de 1962, tras mucho trabajo diplomático y silencioso, se reconocían en los salones del Hotel Regina de Múnich para pactar una hoja de ruta que nos permitiese ser ciudadanos europeos. Eran vencedores y vencidos de la guerra civil, opositores del interior y del exilio juntos, convencidos de que la dictadura condenaba la libertad de todos los españoles y comprometidos en su refundación política en el horizonte de una Europa común y en construcción. Mientras tanto, el franquismo ya tenía en marcha una operación para abortarlo, preparaba una respuesta represiva (multas, exilios, confinamientos) y activaba una burda campaña de difamación. Le llamaron contubernio porque siempre pensaron que España era una y suya, pero lo que allí ocurrió fue exactamente lo contrario: se estaba colocando la primera piedra de la reconciliación, condición necesaria para levantar la nueva ciudad democrática.

Donde mejor puede reseguirse la organización del contubernio es en el archivo de Manuel de Irujo, dirigente del PNV que había sido ministro de Justicia del Gobierno constitucional durante la guerra. Miles de documentos sobre los trabajos y los días del exilio republicano. Leerlos entristece: es la crónica de una frustración permanente. Al mismo tiempo, enorgullece: atestigua la pervivencia de una llama de esperanza. Dos páginas mecanografiadas del 28 de junio de 1960. El resumen de la enésima reunión planificando una acción que difícilmente se convertirá en realidad. A los vascos les ha visitado Enric Adroher Gironella, histórico militante del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), que en la Guerra Fría se ha reconvertido en activista de un europeísmo que también se concibe como un dique para frenar la expansión soviética. Les cuenta un proyecto que lidera Salvador de Madariaga y puede impulsarse desde el Movimiento Europeo, influyente plataforma fundada por Winston Churchill, organizada en comités nacionales y cuyo propósito es reforzar el europeísmo. Sería “un primer contacto personal entre las gentes de dentro y de fuera de España para forzar una evolución democrática, anota Irujo, “la asamblea tendría gran resonancia internacional y sus conclusiones prácticas serían las de que España no puede entrar en Europa mientras no se democratice”. Falta dos años para llegar a Múnich.

Meses y meses de cartas y reuniones, múltiples actores y diversas entidades conjuradas para tramar una operación con un doble objetivo: cortocircuitar los acuerdos comerciales que el desarrollismo franquista quería establecer con el Mercado Común y, a la vez, fijar esa hoja de ruta de mínimos que le permitiese a España integrarse en el proyecto europeo. En Madrid, en una de las secciones de la Asociación Española de Cooperación Europea, que por entonces presidía José María Gil Robles, se redactaba una propuesta de resolución inspirada por Dionisio Ridruejo. Cuando en el exilio la leyeron, comparándola con la suya, les sorprendió por la ambición de la ruptura moderada, pero finalmente ruptura, que esbozaba. Y desde las tres de la tarde del 5 de junio y hasta el día siguiente estarían transaccionando para acabar consensuando una resolución. Fue aprobada por aclamación, certificaba el fin de la guerra civil, en palabras de Madariaga. También era el canto del cisne de una generación cuyo centro vital fue la tragedia bélica y que apostaron por superarla a través de Europa y la democracia.

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La tarde del día 6 algunos de los asistentes visitaron Dachau. Fernando Álvarez de Miranda —sería presidente del Congreso tras las elecciones de 1977— recordó siempre la plegaria que rezaron allí en recuerdo de los españoles muertos en los campos de concentración. El sobrio poeta Marià Manent, conmocionado por las imágenes del horror, se rebeló en su dietario contra ese insulto a la dignidad humana. La esperanza se enraizaba al trauma continental. Nuestros padres fundadores estaban invocando el espíritu de la democracia.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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