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LA BRÚJULA EUROPEA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Para qué está usted dispuesto a combatir?

La respuesta determinará el lugar de las naciones europeas en el convulso nuevo orden mundial

El presidente ruso, Vladímir Putin.
El presidente ruso, Vladímir Putin.Mikhail Metzel (AP)
Andrea Rizzi

La semilla de lo que hoy es la Unión Europea se plantó hace siete décadas con la institución de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, en aquel entonces dos industrias de extraordinaria importancia estratégica, con la perspectiva de fondo de lograr a través de esa puesta en común que Alemania y Francia no volvieran a entrar en conflicto bélico. Hoy el riesgo de guerra entre socios europeos es inimaginable, pero para evitar que otros nos la hagan —o sigan en su afán de subyugar a vecinos de nuestro continente— seguimos a vueltas con aspectos de mancomunación en sectores energéticos y de industria de la defensa. Lo primero adquiere rasgos de urgencia dramática, con graves efectos sobre la ciudadanía; lo segundo es menos urgente, pero no menos importante. Porque la integración de las capacidades de defensa supondría un salto sideral en el proceso de integración europea.

Las ventajas de una mayor coordinación en este sector en el seno de la UE —de forma complementaria a la OTAN— son evidentes: evitar despilfarro en duplicidades, ganar eficacia promoviendo la interoperabilidad de los equipos, cubrir un abanico más amplio de capacidades a través del reparto de tareas o estimular una industria mundialmente competitiva, entre otros. La cumbre celebrada a principios de esta semana ha tratado de dar impulso a todo ello con “medidas para coordinar compras militares a muy corto plazo”, “el desarrollo de una capacidad estratégica de planificación, compras y coordinación”, “la implementación acelerada de proyectos infraestructurales de movilidad militar” entre otras cosas. Pero el camino en esta senda muy lógica es extraordinariamente pedregoso, como demuestran los grandes fracasos cosechados en los intentos de avanzar en ella en las últimas décadas.

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Avanzar significa ceder competencias, renunciar a ciertas capacidades confiando en otros, adaptarse a exigencias de interoperabilidad, dejar caer campeoncillos industriales nacionales en favor del desarrollo de gigantes que puedan competir a escala global, entre muchas otras cosas. Eso ha suscitado históricamente ciertos recelos de gobiernos —y dentro de las filas de sus Fuerzas Armadas—, de sectores industriales nacionales, o de EE UU, que anhela proteger la posición dominante de sus gigantes del sector. A todo ello hay que sumar los instintos antibelicistas llevados a puntos extremos —entre altos idealismos y pedestres cálculos electorales— que no solo abogan por no ayudar a Ucrania a defenderse del ataque ruso, sino también a criticar (o salirse de) la OTAN o rechazar un aumento del gasto en defensa.

Todo ello plantea preguntas trascendentales. A los gobiernos, que deben decidir si, y hasta qué punto, apoyar finalmente este proyecto integrador. El mundo siempre ha sido un lugar peligroso, pero la volatilidad de este momento es extraordinaria, y con ella se agitan los riesgos. La OTAN es la base de la seguridad de sus miembros europeos, pero es posible y beneficioso para ellos y para el conjunto de la Alianza que la UE sea un actor más eficaz en este sector. Hace mucho quedó claro que a los gigantescos retos de la era global conviene responder unidos. En esto también. Conviene además no olvidar que, si al otro lado del Atlántico hoy está Biden, mañana podría regresar Trump, o algo parecido.

Pero este tiempo oscuro nos interpela con una pregunta profundísima que no afecta solo a los gobernantes: ¿para qué estamos dispuestos a combatir y a sufrir? Todo auténtico demócrata aborrece la violencia, pero, salvo posicionamientos muy radicales, la gran mayoría entiende que hay circunstancias en las que el recurso a ella para defensa es no solo legítimo, sino necesario e incluso moralmente encomiable. ¿Dónde está el umbral, entre la incuestionable resistencia contra el nazismo genocida y la lamentable invasión de Irak justificada con mentiras? Y, al margen de la muy remota perspectiva de verse llamados a combatir físicamente, ¿hasta qué punto y para qué valores estamos dispuestos a aceptar sufrimiento, retroceso de nuestra calidad de vida? Eso también es una forma de lucha, especialmente en la era globalizada, y no es una perspectiva nada remota.

Las sociedades europeas occidentales son crecientemente envejecidas; avanzan en una senda de individualismo atomizado; disfrutan, afortunadamente, de la anestesia de décadas de paz, estabilidad, extendida prosperidad. ¿Cuánta voluntad de combate, y por qué razones, hay en nosotros? ¿Usted, cuánta siente dentro de sí mismo y para qué? Muchas son las respuestas legítimas, pero es inadmisible no atender a fondo la cuestión. Ni para los hiperprofesionales atareados que ya no solo se olvidan de preguntar cómo están quienes les rodean, sino que hasta les cuesta responder cuando se lo preguntan a ellos; ni para las personas menos favorecidas a las que les cuesta llegar a fin de mes. Eso también es lo que determinará el futuro de las naciones europeas en el orden mundial convulsionado por la guerra en Ucrania, el poderoso ascenso de China y una turbulenta reconfiguración de la globalización.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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