Estados Unidos: violencia sin fin
La matanza de la escuela de Uvalde inicia un nuevo ciclo de estupefacción y llamamientos a la regulación que quedan en nada; la verdadera causa es un entramado histórico, político, económico y cultural que llevará años deshacer
Ha vuelto a ocurrir, esta vez por partida doble, y una vez más presumiblemente se repetirá el mismo ciclo: un episodio de violencia estremecedor seguido de estupefacción civil y mediática que desemboca en llamamientos a la regulación que no terminan de cristalizar en medidas sustanciales. Ante la tragedia siempre tenemos la tentación de refugiarnos en la desesperación, pero también late en nosotros la voluntad de comprender. Por eso, más allá de lamentos tanto fuera como dentro de Estados Unidos, resuena la misma pregunta: ¿cómo es posible?
La pregunta no señala tanto al móvil de los atacantes (es dudoso que en otros países estemos a salvo de individuos que compartan sus anhelos) como a los medios empleados. Así, lo primero que llama la atención es algo tan obvio que a veces se pasa por alto: ¿por qué tiene acceso un adolescente a armas capaces de desatar semejante grado de violencia? La respuesta es principalmente política y hunde sus raíces en los orígenes del propio país. Todos hemos oído hablar de la famosa Segunda Enmienda. No hace falta estar familiarizado con el sistema legal estadounidense, basta con consumir la cultura que llega del otro lado del Atlántico. La Segunda Enmienda, inspirada por un precepto legal inglés derivado de la Revolución Gloriosa y propuesta por James Madison, se crea en 1791 (es parte de la llamada Bill of Rights) y el motivo de su existencia es aparentemente sencillo pese a lo confuso de su redacción: legalizar la existencia de milicias (imprescindibles en un contexto histórico de guerra y construcción estatal débil) y dotar a los americanos de la posibilidad de protegerse de un Gobierno despótico. El ciudadano medio solo puede fruncir el ceño: ¿qué tiene que ver eso con la posibilidad de desencadenar una matanza en pleno siglo XXI?
Las leyes rara vez son unívocas, y en Estados Unidos existe todo un entramado político e industrial con poco interés en deshacer la ambigüedad de la Segunda Enmienda. Las justificaciones de la compraventa de armas han ido oscilando de un motivo a otro en los últimos dos siglos, pero pueden reducirse a dos: el derecho a protegerse (de criminales, se presupone) y la prevención del abuso estatal. Lo que comenzó como un derecho colectivo en un contexto muy preciso que refería principalmente a las milicias civiles (que ya nadie menciona) se fue individualizando en la jurisprudencia de la Corte Suprema, de modo que de pronto sirve para legitimar que uno pueda tener un fusil de asalto en casa. Grandes empresas fabricantes de armas como Ruger o Smith & Wesson llevan décadas beneficiándose de dichas interpretaciones para establecer un mercado en alza desde mediados del siglo pasado. La Asociación Nacional del Rifle (NRA), con vínculos poco disimulados con la industria, ocupa el lugar del lobby pro-armas por excelencia. Cuenta con millones de miembros y unos ingresos que superan los 400 millones de dólares y que sirven, entre otras cosas, para dar apoyo a candidatos republicanos (en 2016, Trump recibió en torno a 30 millones de dólares). Para estos, el derecho a portar armas es todo un símbolo de la libertad a la americana (entendida como protección del individuo) que siempre puede ser amenazada por Washington (se obvia, claro, la posible asimetría entre un civil armado y el Ejército más poderoso del planeta). Por ello quizá sorprenda saber que el derecho de poseer armas ha sido defendido también desde posiciones progresistas, en parte retornando al sentido original de la Segunda Enmienda: la han defendido sindicatos, militantes anarquistas, grupos feministas, y (quizás este sea el ejemplo más famoso) los Panteras Negras de Bobby Seale y Huey Newton para protegerse de una serie de instituciones estatales que consideraban esencialmente racistas.
Pero se equivoca quien caiga en reduccionismos políticos y económicos. La situación en la cual en una misma semana se produce un ataque racista y una matanza en un colegio por parte de individuos armados tiene condiciones de posibilidad culturales muy específicas. No basta con señalar a un puñado de políticos, lobbistas y comerciantes, aunque esa visión conecte bien con ciertas posiciones ideológicas. Portar armas no es tan solo una posibilidad legal y un negocio, es también todo un símbolo cultural, a menudo vehiculado por Hollywood. En un país sin un pasado lejano desde el que articular su identidad nacional, los cowboys, individuos armados en ambientes hostiles sin raigambre estatal, han cumplido el rol de héroes casi legendarios. Junto a ellos transitaban colonos y exploradores de camino al lejano Oeste, para quienes los rifles eran tan imprescindibles como los mapas. Más tarde llegaron los gánsteres y los mafiosos con sus revólveres y ametralladoras, en un primer momento representados como cristalización del mal, pero pronto convertidos en antihéroes con un aura capaz de eclipsar sus defectos morales y cautivar a audiencias jóvenes y no tan jóvenes. Las armas de fuego se han constituido así en símbolo de autodefensa, pero también de autoridad e intrepidez. Quizás por eso entronca tan claramente con deseos masculinos de autoafirmación. Al fin y al cabo no puede ser casual que el 98% de los tiroteos sean obra de hombres.
En una cita que probablemente haya sido embrollada en varias ocasiones, Baruch Spinoza dijo algo así como que ante las incógnitas que nos asaltan no debemos reír ni llorar, sino tratar de comprender. Es crucial vislumbrar que detrás de la imagen de un adolescente portando un rifle semiautomático en dirección a un instituto que tanto estupor nos causa hay todo un poso histórico y político. Los deseos que alimentan a los autores de las masacres de Búfalo y Uvalde no son exclusivos de la cultura estadounidense. Sí lo es todo el entramado que se ha esbozado aquí y que de tanto en tanto sirve como fundamento de una serie de supuestos que James Madison no pudo imaginar. La movilización (política, cultural, civil) que requiere superar dicho entramado es monumental (y deberá ser tan poliédrica como a lo que se enfrenta) y desesperará a quienes ansíen cortar el nudo en lugar de deshacer los hilos, pero es la única alternativa al horror. En su defecto, el país quedará abocado a una violencia sin fin.
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