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Tribuna
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Sucesos extraordinarios

Una exposición sobre la prehistoria del periodismo que alberga la Biblioteca Nacional hace reflexionar sobre la desfachatez con la que se ha impuesto lo banal

Sucesos admirables
"Admirable suceso" cuenta cómo un hombre pagó su avaricia devorado por sus mastines.BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA

Que alguien muerda a un perro es noticia, no lo contrario, rezaba un viejo dicho. Lo ordinario no suscita interés, mientras que lo extraordinario nos cautiva y a menudo nos enseña, pues los seres humanos vivimos enganchados a la sorpresa y la admiración, esa “sístole del alma”, como la definió Alberto Magno, el desencadenante del conocimiento. La curiosidad es un atributo humano como el bipedismo. Está en el origen de todos los viajes que hemos emprendido, desde la expulsión del paraíso hasta la llegada a la luna. Queremos saber y por eso nos fascinan las cosas extraordinarias, porque nos invitan a explorar una región fecunda y ambigua donde habitan lo conocido y lo desconocido.

De todo ello trata una deliciosa exposición sobre la prehistoria del periodismo que aún puede visitarse en la Biblioteca Nacional de España. Su título es elocuente: Noticias verdaderas, maravillosos prodigios. Paseando por las relaciones de sucesos, hojas volanderas, historias verdaderas y avisos del Siglo de Oro, uno comprueba la persistencia de los temas de interés público, esa esfera emergente entonces. Interesaban ya los volcanes, las epidemias y las guerras. Las noticias registraban una fastuosa entrada regia, la aparición de un cometa que surcaba los cielos o el nacimiento de un potro de dos cabezas. Unos piratas ingleses azotan las costas de Chile; un terremoto sacude las islas Filipinas; una galeón naufraga en las islas de Barlovento. Contemplar a distancia la tragedia ajena siempre provocó la sensación de seguridad de quien se siente a salvo, contemplándolo desde la playa, como explicó Blumenberg en un libro titulado precisamente Naufragio con espectador. Pero la marea ha subido y la globalización ha abolido las distancias. Todo sucede a la vuelta de la esquina. Incluso los más privilegiados, casi todos los que vivimos en esta parte del mundo, tenemos la sensación de que esta vez la ola ya está sobre nuestras cabezas.

Naturalmente, el gusto por lo extraordinario ha conducido a menudo al sensacionalismo y el amarillismo. Que la realidad no te estropee una buena historia, decía otro antiguo lema periodístico. Exagerar y dramatizar los hechos forman parte de la publicidad y la propaganda, prácticas muy cercanas a la información y no digamos en campaña electoral, ese tiempo en que vivimos instalados como si fuera el Antropoceno. Billy Wilder parodió cómo se construye una exclusiva en Primera plana (1974), sin prever ese fenómeno circense que son las tertulias televisivas, un género que invade hasta las televisiones públicas (que pagamos con nuestros impuestos). El ensanchamiento de la república de las letras que procuraron las publicaciones periódicas en el siglo XVIII ha quedado ya obsoleto en un mundo que desconoce las fronteras entre legos y expertos y donde las noticias falsas, los bulos y las banalidades corren a sus anchas en los mentideros de nuestros días, las redes sociales.

Porque esa es otra: ¿cómo es posible que lo banal haya suplantado a lo extraordinario con tanta desfachatez? Casi podría decirse que lo extraordinario hoy es lo que debería ser común: que la Universidad de A Coruña haya colaborado con la Biblioteca Nacional de España y entre expertos de ambas instituciones hayan digitalizado 4.000 relaciones de sucesos para que puedan acceder a ellos los investigadores y lectores curiosos del planeta. Un trabajo bien hecho, silencioso y duradero constituyen una primicia en este país en el que tanto humo vedemos y consumimos.

Lo extraordinario no es lo que era. Los gabinetes de curiosidades guardaban dientes de narval que se creían cuernos de unicornios, fósiles que parecían corazones petrificados, flores con formas eucarísticas. El desencantamiento del mundo desplazó lo extraordinario hacia otros ámbitos, o mejor, hacia otros registros y bajo otros lenguajes, pues lejos de desaparecer, las cosas maravillosas jamás nos abandonaron y se multiplican según perfeccionamos nuestros instrumentos de observación. En este sentido, la naturaleza no deja de ofrecernos espectáculos asombrosos. Uno ve un documental de David Attenborough, por ejemplo, y no solo te limpia esa tertulia que te tragaste la semana pasada, sino que te muestra cuánto espacio y cuántas razones hay para apreciar la belleza y la inteligencia del cosmos.

La realidad es el carburante de la ficción, ha defendido Javier Cercas en muchas ocasiones. Pero la ficción es el oxígeno de la realidad, sin ella cuesta respirar. En 1767 las autoridades del reformismo borbónico hicieron quemar miles de horóscopos y romances de ciego, esa literatura menor que infestaba las cabezas del vulgo con supercherías y falsedades. Era una campaña por la educación popular. Muchos autores fueron censurados, entre ellos Torres Villarroel, matemático, astrólogo, torero, escritor y profesor universitario, un genio a caballo entre dos mundos. Pues bien, tratando de explicar las razones de su éxito literario, uno de sus censores dejó escrito: “El mundo vive tan enamorado de la mentira, que como la verdad para sus ojos es fea, en viéndola desnuda, huye”.

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