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Columna
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Antropomórfica

No quiero comer alimentos que me guiñan el ojo ni discutir con los restos de canelones que se me han quedado en los molares

Una mujer mira el ananás que tiene en la mano.
GETTY
Marta Sanz

¿Desde cuándo en los parvularios se dibujan paisajes iluminados por un Sol sonriente? A las estrellas les salen patitas y calzan zapatones. En el Paleolítico superior ya hay figuras de animales antropomorfizados como el Hombre León de Alemania. Los dioses y las diosas son antropomórficos: en Furia de titanes, Zeus adopta la fisonomía de Laurence Olivier. Caza, religión y arte recurren a las personificaciones y dotan de rasgos humanos a la naturaleza y las cosas. La robótica elige modelos antropomórficos y el furry, término nacido en la ciencia ficción, aglutina a quienes adoran fanáticamente las personificaciones de animales: grandes peluches de osos o tortugas toman las calles, y el animalismo pone el grito en el cielo porque esa pirueta antropomórfica desvirtúa y enrarece hasta el horror los comportamientos de los animales. Piensen en series de animación como Tom y Jerry, o en la mascota Curro, el engendro más raro que se pueda imaginar. Los árboles en el bosque tienen ojos y garras. En la ética y la estética antropomórficas existe una necesidad de controlar lo incontrolable: quizá por esa razón una borrasca se llama Filomena y terminará siendo rubia y residente en Alcantarilla. Antropomorfizamos para entender lo incógnito, para dominar y conseguir que el hombre ―no la mujer― sea la medida de todas las cosas. Complementariamente, animalizamos para poder decir como perros o zorras lo que nunca nos atreveríamos a decir como seres humanos. Cipión y Berganza son hombres convertidos en perros a causa de un hechizo. Hombres-perro o perros-hombre que aún practican el arte de dialogar.

Veo la televisión y los kiwis entrenan para escapar de los dientes que quieren devorarlos porque están muy dulcecitos; los aguacates sonríen cuando el cuchillo los parte por la mitad; los caramelos de chocolate van a la psicoanalista porque se sienten atrapados dentro de una tableta; los cereales de los desayunos son una especie de bicho, macarrota y bizarro, que eructa y se tira a la leche salpicando para dejarlo todo sucio a más no poder. No quiero entender las razones que hacen de una acelga un alimento deseable por su erótica capacidad de guiñar un ojo. La gula y el sexo. “Cómeme”. “Devórame otra vez”. Soy una pescadilla, soy una mujer y deseo que dejes en mi cuerpo la marca de tu mordedura en la manzana. Yo no quiero comer alimentos que me guiñan el ojo ni discutir con los restos de canelones que se me han quedado en los molares. El antropomorfismo de los alimentos en la publicidad nos prepara para un escenario en el que bien podríamos ser caníbales. Normalizamos la hipótesis de que el día menos pensado tendremos que comer seres, no solo dotados de una cierta inteligencia y sensibilidad, sino con el don de la sonrisa y la palabra. La retórica crea un estado de conciencia en el que pronto ciertas imágenes no nos resultarán escandalosas: no sentiremos pena por las absurdas lechugas con ojos y, sin embargo, en los jardines de infancia, niños y niñas se matarán a mordiscos ante la intuición de que la carne humana pueda saber a chocolate. Crecerán el sadismo, la falta de empatía y la obesidad infantil. Otros nenes se quedarán literalmente en los huesos. Pero volverá a prevalecer la ley del más fuerte y quizá no solo el cultivo de transgénicos solucione el problema del hambre en el mundo.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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