Mariñas, maestro
El periodista bajaba del pedestal a los ídolos y les cortaba un traje a medida para delicia de los mortales
Otros dirán que se hicieron periodistas para contar guerras, cantar goles, derribar gobiernos, firmar en primera, ligar, conocer a ricos y famosos, o hacerse famosos y ricos ellos mismos, pobrecicos míos. Buenas razones todas, además de ser testigos de la Historia, controlar al poder, velar por el derecho a la información y demás maximalismos de escuela. Esta que lo es, sin embargo, además de por saciar a la cotilla que lleva dentro, se metió a reportera para emular lo que hacían los Mariñas en los ochenta. El Mariñas bueno, Luis, que en paz descanse, el Sandokán que contaba las noticias serias desde el púlpito del telediario. Y el Mariñas malo, Jesús, fallecido el martes, que bajaba del pedestal a los ídolos, los despojaba de oropeles y les cortaba un traje a medida para delicia de los mortales.
Jesús, dueño y señor de dos gloriosas plumas: una con la que diseccionaba al prójimo y otra con la que no cortaba el mar, sino volaba, fue un gran cronista de la cara B de una época irrepetible. Un tiempo en que la baronesa Thyssen era Tita Cervera, una miss chuleada por el vividor Espartaco Santoni; Lola Flores, la Faraona que se hacía un sayo de su bata de cola; y Julio Iglesias, el auténtico truhán y señor de sus canciones. Esa fauna y flora eran los alcoholes que Mariñas agitaba y convertía en vitriólico cóctel en sus crónicas, elevando a normal lo que era normal a nivel de calle, que dijo el presidente Adolfo Suárez. Empezando por él mismo, que nunca escondió a sus novios y vivió como le dio la gana. Pocos de quienes hoy le denuestan saben que Mariñas bordó un género, la crónica rosa ácida, que casi nadie dice catar y casi todos bebemos a morro. Y lo hizo sin caérsele los anillos ni hacerle ascos a nada, no como ahora, que a tantos les da vergüenza. Después vinieron los Tómbola y los Sálvame y Mariñas mutó en personaje, le acusan, como si el resto fuéramos ángeles. No seré yo quien clave otro clavo en su caja. Le debo, además de oficio, demasiados buenos ratos.
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