Lola Flores, un fenómeno inmortal e inusual
Mujer empoderada, personaje de la crónica social y matriarca de un clan de artistas, su imagen en una campaña publicitaria resucita el mito de la cantante convertida en nuevo ídolo de la generación Z
En estos días hubiera cumplido 98 años y, sin embargo, parece cada día más joven. Al menos, más actual. Lola Flores (Jerez de la Frontera, 1923 –Madrid, 1995), artista de inimaginables registros, fue tan desigual en la ortodoxia como insuperable en la gestión de su torrente emocional. Mujer empoderada, personaje de la crónica social y matriarca de un clan que ha legado a nuestro país tres generaciones de nombres propios de la música, el cine y la televisión, sigue presente en el imaginario nacional casi 26 años después de su fallecimiento, convertida en piedra angular de la cultura popular de la España contemporánea.
Su huella se puede seguir rastreando en jergas populares (creadora, como Chiquito de la Calzada, de frases que forman ya parte inherente del habla común de los españoles), cancioneros, diseños pop, gifs de felicitación navideña y otros reclamos publicitarios. Precisamente, la artista ha sido esta semana protagonista de la última campaña de promoción de la cerveza Cruzcampo, en un vídeo realizado con Inteligencia Artificial —donde la artista defiende su acento andaluz— que tardó apenas unas horas en viralizarse. Instagram, YouTube, Tik Tok y demás plataformas sociales de la llamada generación Z (llegó a ser trending topic en Twitter) colocaban de nuevo a La Faraona en primera línea de actualidad, confirmándola como un icono de la posmodernidad.
“Lola Flores es uno de esos casos excepcionales donde se entrelaza, además de música, flamenco y copla, una parte muy significativa de la historia y la memoria sentimental de nuestro país: satisface todo un sistema de emociones, imágenes, voces y sonidos que, gracias a la gran repercusión mediática del personaje, ayudan a construir un inequívoco imaginario y una cierta auto-iconografía identitaria de España en los ámbitos más diversos, incluidas las esferas más domésticas de cada hogar”. Así lo asegura el profesor de la Universidad de Cádiz Alberto Romero Ferrer, autor de Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo (Ed. Fundación José Manuel Lara, 2016).
En Lola Flores, por tanto, convivieron muchos personajes, todos tan cambiantes como lo iba siendo la sociedad española en la que le tocó vivir, y siempre adelantada a su momento: la posguerra española, los años duros de la dictadura, la Transición democrática, la España de la Movida y, después de su fallecimiento en 1995, icono pop y reclamo cultural. Bajo el lema Con mucho acento, la marca cervecera ha resucitado a la artista utilizando su cara y su voz —con una técnica que se llama deepfake— para reivindicar la diversidad y defender unos orígenes de los que Lola Flores siempre se sintió orgullosa. “Manosea tus raíces, que de ahí siempre salen cosas buenas”, asegura en el montaje en el que la artista parece hablar de su viva voz.
Más allá del cuestionamiento ético planteado por utilizar la imagen de personas fallecidas con fines publicitarios, el anuncio de la marca andaluza ha confirmado que, además de los tópicos, la figura de Lola Flores es clave para entender nuestro acervo cultural y, siempre, un foco de pulsiones emocionales. Transformada en su propia leyenda, siempre libre y a su modo transgresora, Lola tuvo que lidiar no obstante, con los prejuicios ideológicos y culturales que la consideraban un producto de la subcultura, fruto del franquismo más recalcitrante (“Franco me dio paz”, llegó a decir sin tapujos), o ya en sus últimos años, campo abonado para las crónicas del corazón. “Sin negar la mayor y admitir que en Lola se podían encontrar todos esos registros —asegura el profesor Romero Ferrer—, no es menos cierto que tras esas apariencias se sostiene una artista flamenca de considerable altura, del linaje de una Pastora Imperio o una Argentinita, y en la que subyacen por tanto, otros elementos de mayor calado de los que la artista siempre tuvo plena conciencia”.
Dolores Flores Ruiz nació en Jerez de la Frontera (Cádiz) el 21 de enero de 1923. Su padre, tabernero, se trasladó a Sevilla buscando una vida mejor. Desde niña, Lola supo que lo suyo era el escenario y debutó profesionalmente en 1939. Su falta de ortodoxia, que la encumbró a la postre, le dificultó sin embargo sus comienzos en el mundo del espectáculo. Los primeros años, recordaba siempre la artista, fueron de hambre feroz y giras inhumanas. Luego llegaría su unión artística y sentimental con Manolo Caracol (él casado, ella 20 años menor, una heterodoxia tolerada por el franquismo) y, desde su separación y vuelo en solitario, la construcción del personaje irrepetible. Es con su irrupción en el mundo del cine (desde 1950 a 1974) cuando se produce la transformación de la folclórica de posguerra en una artista moderna, cosmopolita e internacional. En México, donde sus películas causan furor, se acuña el término ya inmortal de La Faraona; y en Estados Unidos, un crítico de The New York Times escribe en 1979 la sentencia archiconocida que resume ese valor intangible que hizo de Lola Flores una artista única e irrepetible: “Ni canta ni baila. No se la pierdan”.
A partir de ahí, son famosas sus actitudes libérrimas y sus opiniones a favor de las relaciones homosexuales, las drogas y el amor sin ataduras, haciendo bandera de la liberación sexual de la mujer. Confesó públicamente amores clandestinos —también lésbicos—, naturalizó el consumo de drogas y posó desnuda para famosas revistas de éxito en la Transición. Eso sí, siempre jugó, de puro desparpajo, al despiste, gracias a una naturalidad alejada de banderas o poses combativas. Así por ejemplo, explicó su posado-robado que apareció en la revista Interviú en 1983: “No me di cuenta de que me estaban haciendo la foto. Si lo llego a hacer yo hubiera pedido cinco millones…. Por cada teta”. Insuperable.
A sus romances más sonados, se le unió una larga lista de otros menos confesados, como la que encabezan dos figuras deportivas clave de la época: Lola Flores fue un volcán que llegó a provocar grandes crisis en clubes de fútbol como el Barça por su relación con Biosca (cuentan que el día que el futbolista la dejó, se colocó un lazo negro en el pubis para escenificar el duelo); y en el Atlético de Madrid cuando salió con Coque. Finalmente casó con Antonio González El Pescaílla y tuvo tres hijos (Lolita, Antonio y Rosario) y pasó a ser una matriarca sin parangón, recogiendo bajo su manto a la mayoría de madres del país que la tomaron, también, como referente. Deja tras de sí un extenso legado, con un último eslabón en sus nietas actrices Elena Furiase y Alba Flores. Sin embargo, su sombra siempre será alargada y pocos en su linaje pueden escapar de su omnipresencia. La Faraona entendió, como nadie, como convertirse en un fenómeno inmortal.
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