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Tribuna
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Habitemos el futuro

Hay otra forma de hacer política, espacios permeables que siempre han puesto sobre la mesa la complejidad social e ideológica como riqueza inherente a cualquier forma de lo público junto a la oportunidad que ofrecen los nuevos mecanismos de participación

Habitemos el futuro. Gloria Elizo
EULOGIA MERLE
Gloria Elizo

La era de la campaña electoral permanente, de las redes ardiendo y las agendas de medios. Pocos sitios como la política para padecerlo: la alharaca, el gesto, el titular, el hashtag, la nada con gas… Cada minuto es un manto de olvido sobre el minuto anterior, nihilismo estridente, la hipocresía defendiendo lo obvio, los malos argumentos para defender la verdad. Envueltos en tanto paradigma histórico, normal que se nos olvide el sustrato democrático, la estructuración política que enraíza sociedades más justas, equilibradas y críticas.

Es fácil imaginar qué tamaño tendrán dentro de una década los árboles que hoy plantamos entre pomposas liturgias, entre la histeria y la historia bajo el relato político del día a día que nos va dejando sin la menor oportunidad de dar algo de sentido real y efectivo al discurrir vital de una ciudadanía cada vez más alejada no solo del interés mediático, sino también de su imprescindible protagonismo político, hastiada de no ser importante, aburrida de guerrillas pomposas de cuyos bandos en ninguno milita.

Las reprivatizaciones municipales, los ascensos de los funcionarios corruptos, las fusiones bancarias de las rentables entidades rescatadas de sus deudas tras la nacionalización de los “bancos malos”, el Poder Judicial secuestrado, el infundio convertido en negocio, la gestión pública en mano de los comisionistas, las instituciones del Estado entregadas al partisanismo más grosero, la geopolítica —otra vez— como shock depredador de cualquier derecho adquirido, la desigualdad convertida en pobreza, la censura, la mordaza, la injusticia, la arbitrariedad… mientras los telediarios pasan del escándalo a la alharaca ante las últimas declaraciones de otro alguien que no le importa a nadie.

No es la izquierda la que ha perdido las últimas elecciones en Castilla y León o en Madrid. No es desde luego un partido u otro el que se deshace como un azucarillo. Es una visión política cortoplacista y grosera a la que nos hemos arrastrado nosotros mismos para sobrevivir con las últimas migajas de un hoy que anuncia un mañana de hambre atrasada. La ultraderecha no avanza en España tan solo por la generosa subvención de cuatro oligarcas dueños también de grandes grupos de comunicación, ni tampoco por la geopolítica de la nueva internacional reaccionaria, ni por la raquítica funcionalidad del antifascismo asalariado, ni siquiera por la calculada cobardía de la derecha democrática… El nuevo Frente Nacional español avanza fundamentalmente porque, encerrados en el marco mediático de hoy, apenas nadie se preocupa de pensar para qué le servirán a la gente nuestras instituciones democráticas la próxima década.

Ni siquiera en términos tácticos el verdadero peligro de la ultraderecha es su presencia. La banalidad del mal y la complicidad ante el horror han existido siempre en los corazones ponzoñosos, y siempre la defensa frente al enemigo interior y exterior ha sido la excusa para arañar el voto temeroso de aquellos que solo entienden la política como exclusión. No, en términos tácticos el verdadero peligro de la ultraderecha no es su presencia, sino que ésta se haga políticamente funcional para los demás actores políticos. Funcional para un Gobierno absuelto de cualquier escarceo con los grandes poderes económicos bajo la fórmula magistral de las amenazas extraordinarias y el excipiente del mal menor. Funcional para una oposición que pretende recoger el fruto del caos en su apariencia responsable, funcional para una izquierda que, vacía de participación y ayuna de ambición política, vierte en el enemigo la justificación de su fracaso y la expectativa, apenas biográfica, de su perpetuación.

¡Tanto para tan poco!

Tanto para que al final esta sociedad acabe teniendo que elegir entre el viejo social-liberalismo que —con coloridas coberturas de posmodernidad— juguetea con nuestro sistema público de pensiones y una derecha decidida a echarse al monte del neoconservadurismo neoliberal, tan demostradamente fracasado, como único método para no verse superada por el bien pagado trumpismo vocinglero, canallesco y putinófilo que otra vez está convirtiendo la ventana de Overton en la puerta grande de la iniquidad social.

Quienes vinimos a hacer una política nueva que llevara la realidad social a unas instituciones que no teníamos por qué regalar a los poderosos de siempre, quienes creímos entonces y creemos aún en la normalización democrática, la justicia social, la igualdad de oportunidades, la cohesión social, la primacía de los servicios públicos, el respeto a las instituciones, el progreso material colectivo, las libertades públicas y la configuración de un Estado democrático que continuamente avance en derechos… no somos el pico por ciento decorativo al que nos ha desplazado el espacio de discusión política de los mayores.

Si la gente no nos ve ya como alternativa no es culpa del fascismo, de la conspiración mediática ni otra vez del sistema electoral. A lo mejor, si dejamos de pretender que el progreso es una marca registrada; la uniformidad acrítica, un modo de vida; el sectarismo, la unidad o, simplemente, que llegar apenas al umbral electoral es suficiente para sobrevivir nosotros mismos y los cuatro colegas asalariados que llenan nuestros núcleos, quizá salvar los muebles frente al momento histórico y quién sabe si incluso lograr un rinconcito ejecutivo desde donde no molestar y no ser molestado mientras disputamos el victimismo y un par de “cambios de paradigma históricos”, evitaremos al menos jibarizar cualquier oportunidad de que esta sociedad se haga alguna vez dueña de su destino.

Hay —y va a seguir habiendo— otra forma de hacer política. La que durante siglos las fuerzas sociales politizadas han demandado, construido y protagonizado. Espacios políticos permeables que siempre han puesto sobre la mesa la complejidad social e ideológica como riqueza inherente a cualquier forma de lo público junto a la oportunidad real que ofrecen los nuevos mecanismos de participación para llenar esa complejidad de contenido desde cualquier sitio.

Somos muchos, yo diría que más. Lo único que necesitamos es ponerlo en marcha sin más exclusiones que esa purria resignada que ha hecho del sectarismo una fortaleza y una biografía. Algunos incluso hace tiempo que tenemos una propuesta política muy poco original: “Programa, programa, programa”. Directivas, reglamentos, leyes orgánicas, decretos, órdenes ministeriales, ordenanzas municipales… Asignaciones presupuestarias. Imaginación responsable y audacia participativa para impulsar políticas que formal y materialmente supongan avances sociales y políticos. Incluidos, sí, esos avances históricos que solo resuenan en las salas de guerra de las mesas de la cocina, esas donde se echan las cuentas en la parte de atrás de los sobres de las facturas. Incluidos, también, nuestros derechos a la diferencia y a la dignidad frente a la intolerancia y la opacidad de los márgenes oscuros del Estado: menos lamentaciones y más investigación, más juzgados, más actuaciones concretas y más publicidad… porque ese es el único camino para que una justicia, entendida por fin como servicio público, acabe con la lacra de la violencia, la corrupción y la criminalidad.

El futuro no acumula derrotas. El futuro es la necesidad histórica de cambiar la lógica de los acontecimientos cuando estos se presentan teñidos de pesimismo y desafección; la obligación ética de seguir avanzando, de reconocernos, de escuchar, de obedecer, de proponer, de debatir, de convencer, de equivocarnos. Hagámoslo nuestro. Desde ya. Hagamos política. Habitémoslo. Porque mientras haya quien quiera habitarlo, el futuro nunca pertenecerá a quienes solamente pueden comprarlo.

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