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Columna
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Jesucristo y la Playstation

Contarle a un niño de nueve años la pasión, muerte y resurrección de Cristo es uno de los mayores retos que he vivido como escritor, y de los más estériles, porque no se puede transmitir una religión sin fe

Un momento de la procesión del Cristo del Camino, este lunes en la parroquia Nuestra Señora de las Delicias, en Madrid.
Un momento de la procesión del Cristo del Camino, este lunes en la parroquia Nuestra Señora de las Delicias, en Madrid.Chema Moya (EFE)
Sergio del Molino

Aprovecho la Semana Santa para impartir un poco de doctrina católica a mi hijo, a ver si la exposición a los tambores, los capirotes y los cirios le mete algo de legado cultural en los sesos posmodernos y digitales que tiene. Contarle a un niño de nueve años la pasión, muerte y resurrección de Cristo es uno de los mayores retos que he vivido como escritor, y de los más estériles, porque no se puede transmitir una religión sin fe. Sus padres somos ateos: podemos contar una buena historia, porque los Evangelios lo son, pero nunca le haremos comprender lo que significan para un creyente.

Las alarmas saltaron en el primer curso del colegio, cuando trajo unos deberes en los que debía escribir la palabra que correspondía a cada dibujo. Bajo una ilustración de una iglesia, él puso “casa”. No tenía ni idea de qué era una iglesia y se le escapaba lo más elemental de la liturgia. Yo crecí en un hogar ateo, pero conocí una época en que el catolicismo aún conformaba el paisaje: tenía tías beatas, abuelos anticlericales y padres traumatizados por las hostias sin consagrar que les dieron las monjas en clase. Aunque mis padres no me enseñaran nada, el mundo me acercaba a la experiencia religiosa por otros caminos. Mi hijo ha perdido ese paisaje, y no se puede entender una misa en teoría, sin la vivencia de la misa.

Me preocupa que no entienda el Museo del Prado. Me preocupa que no use frases hechas como “esto ha sido un calvario” o “le dio el beso de Judas”. Me preocupa que crezca sin esa conciencia histórica tan rica. Según las estadísticas, no es un niño raro: en este rincón del mundo, la religión es un asunto cada vez más privado y marginal. Desconectarse de su historia es un efecto secundario de vivir en democracia. En la Rusia de Putin, la religión no es privada ni marginal, y celebro que mi hijo viva a este lado del Dniéper, pero no sé si este ateísmo líquido le arma o le desarma. No sé si, como predican charlatanes como Byung-Chul Han, llenará ese vacío trascendente con quién sabe qué paraíso artificial, o ese hueco le hará un individuo más fuerte, consciente y mucho menos necesitado de consuelos espirituales. ¿Quién quiere a Dios, teniendo una PlayStation? Confío en que no buscará más altares que una pantalla ni más pontífice que Super Mario Bros, porque no creo que haya que trascender tanto para vivir con plenitud, pero no voy a dejar de contarle que resucitó al tercer día.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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