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El Tratado que nos unió

30 años después de la firma de Maastricht, la UE ha conseguido mucho, pero los europeos no podemos caer en la autocomplacencia. Otra vez estamos ante el imperativo de restaurar la paz en el continente y de construirla más allá de nuestros confines

Tratado de Maastricht
Desde la izquierda, los entonces primeros ministros de Portugal, Aníbal Cavaco Silva, y Holanda, Ruud Lubbers, y el ministro de Exteriores alemán, Hans-Dietrich Genscher, brindan con el presidente de la Comisión, Jacques Delors, el 7 de febrero de 1992 en Maastricht por la firma del Tratado.
Javier Solana

Hace 30 años, los europeos dimos un gran paso adelante en el proceso de integración europea con la firma del Tratado de Maastricht en 1992. Mientras Europa se hunde en una guerra que yo pensaba que no volvería a vivir, conviene recordar por qué los europeos dimos ese paso.

El proyecto europeo se ha construido a base de impulsos de voluntad política y el deseo colectivo de enterrar para siempre las querellas fratricidas que asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XX. Como en la firma de los tratados de París y de Roma en 1951 y en 1957, que constituyen la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y la Comunidad Económica Europea, respectivamente, Maastricht era una muestra más de esa voluntad de los europeos de unir nuestros destinos políticos en aras de preservar la paz en nuestro continente.

El debate sobre el Tratado de Maastricht, o el Tratado de la Unión, era un debate entre el ser o no ser de Europa ante el nuevo panorama internacional surgido del final de la Guerra Fría. La firma del Tratado de Maastricht en 1992 supuso la respuesta de la comunidad europea a los enormes cambios que se estaban dando en nuestro continente y en el mundo. La URSS se disolvía, Estados Unidos pasaba a liderar un mundo unipolar y China empezaba su gran ascenso geopolítico tras la puesta en marcha de las reformas económicas de Deng Xiaoping. Europa tenía que integrarse, por necesidad histórica.

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Maastricht representaba la unión de los europeos, pero esa firma llevaba la huella de España. Me acuerdo muy bien de la sesión en el Congreso de los Diputados, cuando era entonces ministro de Asuntos Exteriores, en la que se aprobó con una mayoría abrumadora la firma del Tratado. Era un hito de nuestra historia como país, y la sociedad española era consciente de ello. Si la incorporación de España en 1986 a las Comunidades Europeas significó la reincorporación de la España democrática a su entorno natural europeo, el Tratado de la Unión era el instrumento jurídico que sentaba las bases de nuestro desarrollo futuro como país en una Europa más integrada.

La decisión de integrarnos a través de la firma del Tratado de Maastricht no era una cuestión técnica, ni tan siquiera una cuestión económica. Era, y debía ser, una decisión de carácter estrictamente político. En Maastricht, nace la Unión Europea. Por primera vez, los europeos nos planteamos abiertamente la construcción de una unión política de nuestras democracias.

El Tratado de la Unión sienta las bases de la democracia europea y consagra el concepto de ciudadanía europea. Sobre esa base, hay que seguir construyendo una sociedad civil con marchamo europeo que vertebre un debate público en el que universitarios, investigadores, científicos, empresarios y ONG tengan un papel central. El proyecto europeo no se entiende sin su sociedad civil. En este sentido, quiero hacer una especial mención a la Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste, una organización de esa sociedad civil europea indispensable para promover el diálogo y los valores europeos, y que este año también celebra su 30º aniversario.

Con el Tratado de la Unión se abre una nueva etapa de convergencia económica y monetaria europea, sentando las bases para la creación de una moneda única. España tuvo un papel importante en el desarrollo de la nueva realidad económica europea, con ciudadanos españoles al frente de sus principales instituciones, como lo fueron Joaquín Almunia, vicepresidente de la Comisión Europea y comisario de Competencia; Luis de Guindos, vicepresidente del Banco Central Europeo, o Magdalena Álvarez, vicepresidenta del Banco Europeo de Inversiones, entre tantos otros.

En Maastricht también se da el primer paso para el desarrollo de una política exterior y de seguridad común para Europa. De todas las prerrogativas de los Estados, la política exterior ha sido sin duda la que más difícil se ha prestado a adoptar enfoque europeo, pero se han hecho importantes avances en este sentido. Desde el Tratado de Maastricht, la Unión Europea puede hacerse oír en la escena internacional, y, sobre todo, ha podido actuar fuera de sus fronteras. La respuesta sancionadora de los Veintisiete contra Rusia por la invasión de Ucrania, sin ir más lejos, no habría sido posible sin la firma del Tratado en Maastricht.

Tres décadas después del Tratado que nos unió, la Unión Europea ha conseguido mucho, pero los europeos no podemos caer en la autocomplacencia. Otra vez en nuestra historia, los europeos nos encontramos ante el imperativo histórico de restaurar la paz en Europa y de construirla más allá de nuestros confines geográficos.

El proyecto sigue en construcción y con enormes retos por delante. Los europeos respondimos a la pandemia con solidaridad y pensando en nuestras prioridades estratégicas, como son las transiciones ecológica y digital. Ahora, debemos responder a las amenazas a nuestra seguridad con la misma voluntad de unirnos que mostramos hace tres décadas en Maastricht.

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