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columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La verdad inconveniente

El comandante en jefe no debería permitirse errores de puntería cuando dispara la munición que le es propia, la palabra

Guerra Ucrania
El presidente de EE UU, Joe Biden, sostiene una nota en su mano el pasado lunes en la Casa Blanca con respuestas relacionadas con sus comentarios sobre Vladímir Putin.Oliver Contreras / POOL (EFE)
Lluís Bassets

Joe Biden tiene razón. Vladímir Putin es el problema, la causa y la explicación de esta guerra infame. ¿Muerto el perro se acabó la rabia? Hay que dudarlo, a pesar de lo que ha dicho el presidente de Estados Unidos. Ante todo, porque nadie sabe cómo terminar con un personaje político protegido más allá de lo imaginable, tanto de los ataques que pueda sufrir del exterior como del único peligro serio, que es el que pueda representar su propio entorno.

Si Putin es la causa, mientras haya guerra habrá que hablar con Putin para buscar la paz. La sentencia —”¡Por Dios santo, este hombre no puede permanecer en el poder!”— es moralmente impecable y políticamente inconveniente. Menta la bicha, esa orden de muerte que perfora el cerebro del tirano, con el recuerdo de Muamar el Gadafi atrapado en una cloaca y de Osama Bin Laden abatido en su cama por orden de Barack Obama, con Biden a su lado.

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Las sentencias morales, las admoniciones ideológicas, los comentarios políticos, por certeros que sean, no son lo que se espera de un gobernante, y menos aún de quien se presenta como el líder del mundo libre. Además de exacta, su palabra debe ser útil. No lo es esta declaración, como otras anteriores en que ha calificado a Putin de asesino y carnicero.

La verdad inconveniente no enerva los reflejos defensivos solo de Putin sino del entero sistema putinista. Suponiendo que Putin fuera el único origen y explicación de todos los males, tampoco está claro que será mejor quien le sustituya. Siempre puede haber una opción peor. Y sea quien sea, con él también habrá que hablar.

Biden ha sacado en procesión la fracasada Doctrina Bush, que promovía el cambio de régimen en los países autocráticos y su sustitución por gobiernos democráticos mediante invasiones militares y bombardeos. Es lógico que sus amigos y aliados se hayan echado las manos a la cabeza. Complica las negociaciones con Moscú, contribuye a alargar la guerra y evoca la historia de un fracaso sistemático en Irak, Afganistán, Siria, Libia, Egipto... Va acompañada por un terrible teorema que sirve también para Rusia: el dictador que renuncia al arma nuclear está perdido (Sadam Husein, Gadafi) y se salva el que no lo hace (Irán y Corea del Norte).

Putin tiene la lección bien aprendida. Él sí se considera con derecho a cambiar el régimen de Kiev, puesto que Ucrania renunció ingenuamente al arma nuclear a cambio del reconocimiento de sus fronteras y de su integridad territorial por parte de Rusia en el memorándum de Budapest de 1994. Y en cuanto a liquidarle o echarle del Kremlin, ya se adelantó a tal eventualidad al blandir desde el primer día de la invasión el arma nuclear que tiene a su disposición.

Una frase fuera de guion puede deslucir un buen discurso de apoyo a Ucrania e incluso un viaje tan trascendental para la OTAN como el de Biden a Bruselas y Polonia. El comandante en jefe no debería permitirse errores de puntería cuando dispara la munición que le es propia, la palabra.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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