El plan de Richard Williams y el club de las raquetas rotas
Will Smith ganó el Oscar gracias a la película de un padre que decide fabricar dos gallinas de huevos de oro. Y algo aún peor: lo consigue
King Richard, la película que en España se tradujo como El método Williams y por la que Will Smith ganó el Oscar entre lágrimas en uno de los momentos más emocionantes de la gala mientras la audiencia sólo pensaba en su gran interpretación y en lo templado de su ánimo, es una película peligrosísima, como siempre que Hollywood convierte en patrón universal, a través de la ficción, la biografía de una persona real. La película de un padre que decide fabricar dos gallinas de huevos de oro. Y algo aún peor: lo consigue.
Un hombre negro obsesionado con hacerse rico para librarse de las malas calles y el racismo que acecha a su familia decide, tras ver en televisión a la tenista rumana Virginia Ruzici con un cheque de 70.000 dólares, que tendrá dos hijos más —serán niñas— para que sean números uno del tenis mundial. Las dos, Venus y Serena. Y antes de que nazcan, redacta un plan de 78 páginas para ellas que deberán cumplir punto a punto. Como en la serie Devs, aquí hay una historia de un escalofriante determinismo pero éste no ejecutado por el universo, sino por un dios muy particular. Que el plan se cumpla es impresionante; que haya una cabeza que lo haya ideado, aterrador. Que el director, Reinaldo Marcus Green, ruede la película con la producción ejecutiva de tres hijas de Williams a las que reportar, artísticamente empobrecedor.
El de los padres de promesas deportivas (nonatos en este caso) es uno de esos asuntos con sesgo de género que la película se encarga de subrayar, de igual modo que pone el foco —poco, pero lo pone— en esos progenitores de ambiciones subrogadas tan bien representados en la vida real por el patrón de todos ellos, Jim Pierce, padre de Mary Pierce que puso nombre a la Ley Pierce después de gritar, mientras su hija de 14 años jugaba un partido: “¡Mary, mata a esa zorra!”.
El método Williams es un método insano, opresivo y exigente que, por no dar, no dio la oportunidad a una niña de cuatro años de decir lo que le gustaba o lo que quería, pues fue concebida con la misión de satisfacer los sueños de un hombre que no tenía que ver con el tenis, deporte del que no sabía nada, sino con el dinero. Por lo deducido en la película y en los muchos reportajes que se le dedicaron a su figura, Richard Williams no era ni la mitad de monstruo de otros padres de tenistas (especial atención a los abdominales que el padre de Jennifer Capriati le hacía dar cuando era bebé o, tal y como cuenta André Agassi en Open, al speed que su padre le daba al niño Agassi para que entrenase con más intensidad), pero en el régimen dictatorial impuesto en el reino de Richard faltan detalles. Como estos dos datos aportados en un perfil de 2014 en The New Yorker: las Williams tenían prohibido salir con chicos y, para alejar cualquier interés por la maternidad, a las muñecas que entraban en casa su padre les arrancaba la cabeza (desconozco el mecanismo psicológico que va de la decapitación al parto).
La película es la celebración de lo inaudito sin profundizar en los detalles gracias a los que es posible. La obsesión del padre Williams estaba destinada, como la de millones de familias, a ser una historia de decepciones mal sanadas; es impresionante que la obsesión fuese satisfecha. King Richard como obra no tiene más mérito que el de una hagiografía con pocos grises y muchas lagunas que, siendo quienes son las productoras ejecutivas, no se iban a cubrir de ningún modo. Pero en las rivales que van despachando las Williams, en esas niñas aterrorizadas por padres gritones que se enfrentan entre ellos cuando no atacan a sus propias criaturas, hay una película mejor: la historia de cómo gestionar la frustración que sufre el 99% de los niños predestinados al éxito por sus padres y el mensaje, fulminante, de que ni la victoria ni la derrota legitiman la anulación de la voluntad propia. Hay campeones que lo son porque lo eligieron, y otros porque lo eligieron por ellos.
Lo dijo mejor el entrenador de fútbol al que un día le llegó un padre ufano a los entrenamientos anunciando que su hijo, apenas un alevín, sería como Diego Maradona: “Valore antes cuántas probabilidades hay de que sea un drogadicto, y cuántas de que sea un genio”.
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