Los visillos de La Moncloa
Cuando estás convencido de representar al pueblo, te asusta encontrártelo de frente. Se entiende que se desprecie la protesta, pero no pueden alegar que no estaban avisados
Ya se encargó Stefan Zweig de aclararnos que María Antonieta no era tan estúpida como para decir aquello de que, a falta de pan, el pueblo podía comer pasteles. Los jardines del Petit Trianon no aislaban tanto de una furia que se entendía al primer grito, pero los de La Moncloa, mucho más raquíticos, sí bastan para que sus inquilinos den la espalda al mundo y asomen ahora media cara entre visillos para espiar al gentío que se apiña a sus puertas. ¿Protestan porque no pueden llenar los depósitos de gasoil? ¿Y por qué no comen pasteles, digo, por qué no se compran unos coches eléctricos?
Cuando estás convencido de representar al pueblo, te asusta encontrártelo de frente. Se entiende la parálisis, se entiende que se desprecie la protesta y se entienden la torpeza y la lentitud al ofrecer cosas para calmarlos, pero no pueden alegar que no estaban avisados. Los augurios de esta primavera de nuestro descontento llevan años amontonándose. Algunos ya estaban en las pancartas del 15-M, aunque los activistas que entonces los jalearon en las plazas se olvidaran, tan pronto se sentaron en los despachos.
Claro que Vox pesca peces gordísimos en esas aguas revueltas, claro que los convocantes son turbios y tienen una agenda política evidente y claro que los señoritos han aprovechado para pasear sus jacas por el paseo del Prado, pero eso no niega el escozor profundo de los trabajadores ni banaliza la justicia de su protesta. Simplemente, subraya el abandono de una izquierda que se ha dedicado a negarlos. Son fósiles, como los combustibles. Acarrean todo lo que no cabe en el futuro: la contaminación, la carne, las mercancías del capitalismo global e incluso el machismo de una profesión de tiarrones solitarios. Cuando un portavoz del progresismo concienciado —al recibir un premio de cine, por ejemplo— quiere hacer un guiño a los sans-culottes del siglo XXI, piensa en las kellys de los hoteles o en los riders, nunca en un campesino subido a un tractor a las cinco de la mañana ni en un conductor de tráiler en ruta hacia Polonia. Piensa en quienes le hacen la cama o le traen la cena, no en los que la cosechan ni en los que transportan el somier a Ikea.
Ahora, desde los visillos del Petit Trianon, se preguntan cómo ese pueblo ha acabado en los brazos de oso de la ultraderecha, como si no llevaran años empujándolo. Ojalá no sea tarde y las cabezas sirvan para algo más que para colocarse en la guillotina (con suerte, solo metafórica).
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