Feminismo ensimismado
Resulta incomprensible que desde el Ministerio de Igualdad no se haya hecho esfuerzo alguno por aglutinar y encontrar una agenda común para un día tan importante y simbólico como el 8-M
No había comenzado aún la guerra. Era octubre y Putin hablaba ante una multitud de dignatarios en Sochi, desplegando ante la audiencia sus obsesiones sobre la decadencia de Occidente. Señaló, por ejemplo, la idea “monstruosa” de que “a los niños se les enseña desde una edad temprana que pueden convertirse fácilmente en una niña, y viceversa” y cómo “la lucha contra la discriminación en Occidente se ha convertido en un dogmatismo agresivo”. Es solo una muestra de cómo la guerra a la que juega Putin desde hace tiempo es también una guerra de ideas soterrada contra la forma de vida y valores de las sociedades democráticas, a las que ataca sin descanso promoviendo y buscando émulos europeos que se adhieran a sus reaccionarios postulados. Los derechos de la comunidad LGTBI+ y el feminismo constituyen buena parte de esa diana de cuestionamiento, y Vox, la fuerza de Santiago Abascal, se erige como representante en España de la liga ultraderechista internacional vinculada al sanguinario dictador ruso.
Pero este país nuestro está extrañamente ensimismado. En el momento en que toda Europa olfatea la oportunidad de erosionar el apoyo de los partidos de ultraderecha por sus evidentes vínculos con el sátrapa del Kremlin; mientras Le Pen borra de sus panfletos sus fotos con el dictador; cuando Salvini, en otro ejemplo de oportunismo indecente, es avergonzado ante las cámaras por el alcalde de la ciudad fronteriza con Ucrania de Przemysl por los gestos de apoyo a Putin mostrados en tantas y tantas ocasiones; cuando todo esto ocurre en Europa, en España, Abascal se va de rositas. Y lo hace, además, con un Podemos y, en especial, con una ministra de Igualdad que parecen no haber entendido que ese “No a la guerra” descontextualizado que pretendían incluir como eslogan oficial del 8-M funciona como la perfecta pantalla de humo tras la cual Vox solo ha tenido que ponerse de perfil. ¿Cómo explicar si no que, cuando mayor es la oportunidad de desinflar su discurso, Feijóo les abra como si nada la puerta del Gobierno de Castilla y León? Al menos en Europa ha quedado claro que el todavía presidente de la Xunta no es, precisamente, Merkel. Porque no es solo que se haya roto la ejemplaridad normativa de Turingia: se ha perdido la oportunidad de proyectar toda la atención hacia los vínculos de la ultraderecha española con el tránsfobo Putin, el autócrata que bombardea hospitales de maternidad y viola los alto el fuego negociados impidiendo la huida de civiles. Pero aquí seguimos en la polarización.
Fíjense en lo que ha ocurrido este 8-M. ¿Tan difícil era buscar puntos de encuentro en la celebración del Día Internacional de la Mujer? Polarizar las concentraciones tomando como eje una sola cuestión como la ley trans, por muy legítima que sea, es un ejemplo más de que la ministra de Igualdad solo se siente cómoda en la confrontación. Irene Montero ha preferido apostarlo todo a la carta de la renovación generacional con el tema estrella de la identidad sexual y la teoría queer como principales banderas, siendo la máxima responsable de que el feminismo esté hoy más desenfocado que ayer: la gran ofensiva contra el feminismo no procede de las feministas del PSOE, sino de la ultraderecha global. Y mientras, el feminismo institucional se rompe en España. También lo hace, en parte, por la posición reactiva del llamado feminismo de la igualdad, históricamente ligado al PSOE, atrincherado hoy en una posición que demoniza los derechos del colectivo LGTBI+, en lugar de seguir tejiendo alianzas con él. Es cierto que ha faltado un debate serio y sosegado en torno a la casuística de la ley y a algunos posibles problemas que tienen que ver, por ejemplo, con el acompañamiento y la protección a los menores de edad, o con los serios inconvenientes bioéticos que suscita la medicalización de las transiciones de género. El feminismo no es solo empoderamiento, también es ética del cuidado, y el objetivo en abstracto de la autodeterminación de género a veces suena como una aspiración transhumanista, casi como un emblema hueco, pues se nos hurta por la vía del lenguaje ese debate detallado y minucioso que todos merecemos sobre los posibles puntos débiles o controvertidos de una ley a todas luces necesaria. Volcado en obtusas luchas intestinas, este otro feminismo histórico ha preferido redefinir su agenda en torno al abolicionismo de la prostitución y la pornografía, estigmatizar la cuestión trans y alimentar la polarización. La fractura entre ambas posiciones solo se explica desde la lucha por la hegemonía y el poder, a pesar de la inmensa irresponsabilidad que supone no estar a la altura de los tiempos: la expansión global de la amenaza ultra, capitaneada por Putin y sus palmeros reaccionarios, afecta directamente a los derechos de las mujeres y del colectivo LGTBI+ y puede acabar barriendo conquistas históricas.
Por eso es incomprensible que desde el Ministerio de Igualdad no se haya hecho esfuerzo alguno por aglutinar y encontrar una agenda común para un día tan importante y simbólico como el 8 de marzo. Y sí, es el Ministerio de Irene Montero el que tiene toda la responsabilidad en esto. En el cuarto 8-M después de la irrupción del #MeToo, un vendaval a escala planetaria que empujó al movimiento a su cuarta ola (la que denunció el abuso de poder y la cultura del silencio que lo hacía posible), otra brecha se ha puesto de manifiesto: el abismo abierto entre el núcleo de las demandas de igualdad de las mujeres y las instituciones y partidos políticos, incapaces de identificarlas y canalizarlas. Pero a pesar de las consignas divisivas impuestas desde los partidos, el movimiento feminista ha respondido y ha salido a las calles fundamentalmente unido, identificando su propia agenda política pospandemia, centrada en la desigualdad. “Hasta las tetas de hacerte las croquetas”, decía una de las muchas pancartas de la manifestación. Tras estos dos años con la covid-19, ya sabemos que el cierre de escuelas durante el confinamiento se saldó con una mayor asunción de las mujeres del cuidado de los niños y de la carga de las tareas domésticas. Nada nuevo bajo el sol, salvo que el teletrabajo ha empeorado las cosas para las mujeres: incluso cuando ambos miembros de una pareja vivían confinados, la horma moral que impone esta responsabilidad sobre las mujeres se dejaba ver con más fuerza. Son ellas quienes dedicaron sistemáticamente menos tiempo al trabajo remunerado que ellos, y son ellas quienes retrasan más la vuelta a la presencialidad, perdiendo oportunidades laborales que se derivan del mero hecho de estar allí. “Hasta las tetas de hacerte las croquetas” describe esa doble jornada laboral de la que habla Arlie Russell Hochschild, el trabajo informal que sigue a las muchas horas en empleos a menudo infrapagados. Las mujeres somos de nuevo Penélope, confinadas en el hogar para que Ulises desarrolle su propia vida individualizada. Y ahora que el mundo empieza a salir de la pandemia, el riesgo de que las mujeres queden rezagadas en esa espiral de desigualdad aumenta. Por eso se gritaba en las calles: “Manolo, Manolito, hazte la cena tú solito”. El movimiento, con sus innumerables pancartas, delimitaba ese espacio común igualitario necesario, sobre todo para las mujeres, convirtiéndolo en eje vertebrador de sus reivindicaciones. Y por el camino descubría otro problema: la enorme distancia entre las reacciones a gran escala que producen las movilizaciones colectivas —y el feminismo forma parte de ellas— y la escasísima atención y sensibilidad mostradas por quienes deberían canalizarlas. La fractura parece tan profunda, que incluso esa indiferencia o incapacidad para captar la onda expansiva de las demandas de las mujeres puede ser el problema central del sistema que el feminismo busca transformar: el ensimismamiento de “las de arriba”, centradas únicamente en su lucha de poder.
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