El mensaje de la Unión Europea a Rusia
La Unión está siendo meridianamente clara: en la medida en que ese pueblo acepta un Gobierno que perpetra semejante violación del derecho internacional, deja de ser parte de una familia que ha sido la suya desde la fundación de su gran país
El 24 de febrero el mundo se despertaba con la noticia de una invasión rusa a gran escala a Ucrania. Después de los más directamente afectados —ucranios y rusos—, los más concernidos fuimos el resto de los europeos. La primera reacción fue de incredulidad: muy pocos pensaban seriamente que el presidente Putin pudiera adoptar una decisión así. A pesar de los precedentes desde 2008 —Georgia, Donbás y Crimea—, se le seguía teniendo por una persona consciente de que un ataque de este tipo por fuerza iba a encontrar una reacción muy distinta de la mostrada hasta la fecha y que, por tanto, nunca lo ordenaría.
Cuando oímos las razones que dio, comprendimos que el presidente ruso hablaba un lenguaje que el resto de europeos había dejado de entender. Se trataba de razones que pertenecían a un tiempo que habíamos dado por superado, justificaciones que se esgrimían a lo largo de nuestra accidentada historia hasta el fracaso colectivo de las dos guerras mundiales: zonas de influencia, enemigos imaginarios magnificados por el reduccionismo de la geopolítica.
El efecto sobre el entramado institucional edificado en Europa al término de la II Guerra Mundial ha sido fortísimo: la OTAN, la UE, el Consejo de Europa, la OSCE van a ser repensadas —lo están siendo ya— a gran velocidad. Me voy a centrar aquí en algunas repercusiones para la UE.
De todas las organizaciones mencionadas, es la que más depende de la opinión pública europea, que se manifiesta directamente cada cinco años en elecciones al Parlamento Europeo. La indignación de los europeos ha sido generalizada. Más intensa, lógicamente, en los países vecinos de Ucrania, pero no menos punzante en el resto. Los ciudadanos europeos han sentido como nunca que las fronteras externas son las fronteras de todos nosotros. De modo teórico, sabemos que la migración es un reto compartido, pero la presión migratoria genera disputas internas de todos conocidas. En este caso, una de las derivadas de la invasión —la llegada de refugiados ucranios— está dando lugar a un movimiento de solidaridad sin precedentes en todo el continente.
El sentimiento de frontera exterior común se ha agudizado en lo que se refiere al sentido primigenio de la frontera, como limes en cuyo interior se goza de la seguridad que garantizan los poderes públicos compartidos, a través del Ejército, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el resto de las instituciones. Percibimos como propias las amenazas que sienten contra este derecho básico nuestros conciudadanos europeos más próximos a la frontera oriental. Voy incluso más allá: desde el 24 de febrero, pareciera que la frontera que separa a Ucrania de Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía se hubiera disuelto. La empatía e identificación con el pueblo ucranio son máximas, porque sentimos su sufrimiento, desesperación e impotencia como propios. La petición del presidente polaco de reconocer a Ucrania la condición de candidato para ingresar en la UE, algo impensable hace unos días, ha tocado una fibra sensible en la opinión pública europea, que a buen seguro empujará a sus representantes políticos a, al menos, considerar seriamente la cuestión, lo que a su vez significará un impulso al proceso de adhesión en marcha con los países de los Balcanes Occidentales.
Es comprensible que haya habido voces en Europa frustradas con la reacción de la UE, porque hubieran querido que pudiera parar en seco la agresión. Desde el principio de la invasión, reputados comentaristas han recordado que la UE no tiene competencias, o las tiene limitadas, en ciertos ámbitos. En primer lugar, el militar, y sin embargo se ha aprobado la financiación de armamento destinado a Ucrania con cargo al presupuesto comunitario. Todos los instrumentos en el ámbito de la protección civil y gestión de crisis han sido activados. A nivel nacional, los distintos gobiernos y parlamentos de los 27 están adoptando medidas impensables días atrás, que por fuerza van a entrañar cambios de calado en decisiones comunitarias que precisan de la unanimidad.
El foco de la atención se ha centrado en las sanciones que se están adoptando. Es aquí donde la actuación de la UE tiene y tendrá mayor repercusión. El contenido de los distintos paquetes que se están aprobando es conocido: económicas y financieras (listados de personas; desconexión de ciertos bancos rusos del sistema Swift; limitación de operaciones del Banco Central Ruso), cierre del espacio aéreo europeo a aeronaves rusas, privadas o públicas; prohibición de emisión y retransmisión a ciertos medios de comunicación rusos en la UE; extensión de algunas de las sanciones al régimen bielorruso, etcétera. El objetivo último de estas sanciones no es sólo castigar a los principales responsables de la invasión armada que han lanzado en violación del derecho internacional, sino también expulsar a Rusia (y Bielorrusia) de la comunidad europea de naciones mientras persista la agresión y no se restablezca el pleno respeto a la soberanía e integridad territorial de Ucrania.
Esto es algo que no había sucedido nunca, de manera coordinada y conjunta, en la historia europea, de la que Rusia forma parte integral. Si se acepta el límite convencional de los Urales como separación geográfica entre Asia y su apéndice europeo, Rusia es un país europeo en origen, que a partir del zar Iván IV inició su expansión territorial en Asia, mediante la conquista de los kanatos de Kazán, Astracán y Siberia. Desde entonces, fue mayor su territorio asiático que europeo. Sin embargo, el grueso de su población, antes como ahora, radicó en la parte europea del país. Era lógico que sus élites miraran hacia Occidente, de manera que su historia, cultura y arte son parte esencial de la historia, cultura y arte europeos. A lo largo de la historia rusa ha habido etapas de mayor o menor imbricación con el resto de Europa. Uno de los cénits de esta interactuación tuvo lugar durante el zarato de Pedro el Grande, fundador de San Petersburgo, y occidentalizador del país. También durante la Guerra Fría, Rusia, a través de la URSS, tuvo fuerte presencia y control en varios países de Europa Central y Oriental aunque, como se vio a partir de 1989, en cuanto pudieron elegir optaron por integrarse en la UE y la OTAN.
El mensaje que lanza la UE y sus socios al pueblo ruso es meridianamente claro: en la medida que aceptéis un Gobierno que perpetra semejante violación del derecho internacional en territorio europeo, dejáis de ser parte de una familia que es la vuestra desde la fundación de vuestro gran país. Si queréis optar por un exilio extraeuropeo para disfrutar de una supuesta gloria que pasa por sojuzgar a un pueblo vecino, es vuestra opción. El resto de los europeos optó por olvidarse de las fantasmagorías del pasado para abrazar el principio de que la máxima semejanza debe engendrar la máxima cooperación, en pie de igualdad y de modo voluntario, como debiera ocurrir entre dos pueblos con tantos vínculos históricos como el ruso y el ucraniano. Cuando eso ocurra —y confiamos en que este desvarío dure poco—, tened la seguridad de que seréis recibidos de vuelta con tanta alegría como tristeza sentimos hoy por esta despedida que vuestros líderes han forzado. Porque en el fondo sabemos que lo que está ocurriendo os repugna tanto como a nosotros.
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