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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La soledad de Casado

La suma de errores propios, el ataque de Ayuso y el abandono de los suyos prefiguran el fin del líder popular

Casado, en su intervención del miércoles en el Congreso de los Diputados.
Casado, en su intervención del miércoles en el Congreso de los Diputados.Andrea Comas
El País

Tres años después, resurge en el PP la candidatura que no llegó a ser. Antes de que se celebre el congreso previsto para abril, Alberto Núñez Feijóo ha asumido el liderazgo del PP sin adversario alguno, como un redentor llegado del occidente peninsular y analgésico político contra los males de altura. Sin haber confirmado si presentará su candidatura, Feijóo aporta el protagonismo de un barón crucial, Juan Manuel Moreno Bonilla, y el relanzamiento de uno de sus antiguos hombres de confianza, Esteban González Pons, candidato a secretario general si Feijóo hubiese dado el paso que no dio en 2018. El tercer nombre del equipo de transición lo propuso Pablo Casado y es una mujer, Cuca Gamarra, aceptada por unanimidad como nueva coordinadora hasta el congreso extraordinario.

Los liderazgos en Madrid de Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes, tanto en la presidencia del partido como de la Comunidad, significaron quebraderos de cabeza de consideración para Mariano Rajoy. El acceso a ese trono regional de la formación es una herramienta clave de influencia, agencia de colocación en listas electorales y financiación directa e indirecta. Mucho poder. El pacto urgente y trabajoso al que se llegó la madrugada del jueves en la calle de Génova entre los barones y Casado deja en el aire la victoria parcial o total de la única ausente, Isabel Díaz Ayuso, que aspira a convertirse en presidenta regional del PP en Madrid en un congreso que tendrá que celebrarse ya bien avanzada la primavera. Antes de esa fecha, quizás pueda aclararse el caso de la comisión que su hermano percibió a raíz de un contrato público con el Gobierno que ella preside. En el juicio sumarísimo a Casado de los barones no figuró ninguna inquietud por el resultado de esa investigación.

Es pronto para saber si estamos ante un simple relevo de personas y no de estrategias o acción política; si estamos o no ante una dirección con nuevas caras, pero la misma práctica de obstrucción metódica, negación sin matices y peligrosas imputaciones al Gobierno (desoídas repetidamente en Bruselas) en la gestión de los fondos europeos. El frentismo al estilo de Vox que ha practicado el PP hasta ahora no le ha reportado beneficio alguno visible, al menos no en Castilla y León. La moderación y posibles acuerdos de gobierno con Vox se dan de bofetadas, y tampoco se han escuchado a Feijóo ni al equipo de transición declaraciones políticas ni de intención sobre este punto.

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Para la historia del PP queda ya la imagen de la salida del hemiciclo de Pablo Casado en el Congreso el miércoles: concentra en una sola secuencia la soledad del líder de un partido, la señal icónica de una claudicación. Casado había confesado a su entorno más íntimo que no había razón alguna para abandonar —”no he hecho nada”—, mientras a la vez el goteo de deserciones lo resumía otra colaboradora: “Lo han ido abandonando uno a uno”. Eran los mismos que aplaudían a un gran parlamentario en una escena que refleja, como pocas, la crueldad endémica de la política: hoy se esconden o simplemente callan.

En apenas dos días, a Casado se le echaron encima los errores de un liderazgo errático y los fallos de cálculo en su batalla con Isabel Díaz Ayuso. El mejor momento de su carrera política —la ruptura razonada con Vox en la moción de censura— perdió credibilidad en muy poco tiempo al no resistir la tentación de querer parecerse a quien le arrebataba votantes por su derecha y al negar al PP su condición de partido capaz de llegar a acuerdos con el Gobierno. Su oposición amartillada en la negación sistemática ha sido impropia de un partido de Estado, como ha sucedido en el bloqueo de instituciones tan centrales como el Consejo General del Poder Judicial, en una estrategia que solo alimentó la rebeldía primaria y antipolítica de Vox. Tuvo que llegar el drama en directo vivido por el PP durante estos días para que el respeto institucional regresara al Congreso. Pablo Casado tuvo la valentía de acudir a la sesión de control del miércoles, y tanto su intervención como la respuesta de Pedro Sánchez rehuyeron la munición de trinchera que demasiadas veces ha inutilizado la función misma de la sesión.

Se dejó malaconsejar para provocar el adelanto electoral en Castilla y León. Los resultados reales estuvieron muy alejados de las encuestas que solo una semana antes de las elecciones lo acercaban a la mayoría absoluta. Esa decepción hizo saltar las bridas de una formación amenazada por Vox y obligada a decidir el papel que habrá de desempeñar la ultraderecha en el Gobierno autónomo. El debate de fondo lo abrió el propio Casado con el enfriamiento de las expectativas de una coalición con Vox, y un día después le llegó un órdago desde la Puerta del Sol en forma de acusación pública de espionaje. El contraataque de Casado revelando de forma explícita, pero sin pruebas, la sospecha de corrupción sobre Ayuso desencadenó la guerra, en la que no midió bien sus fuerzas. Porque, inquietantemente, el resto de dirigentes del PP que hoy secundan a Feijóo no siguieron al presidente Casado en su intento (fugaz) de pedir explicaciones sobre los indicios de tráfico de influencias o nepotismo. A partir de ese momento, se convirtió en rehén del Gobierno madrileño y de los damnificados por la gestión de su secretario general ya dimitido, Teodoro García Egea, quien se había granjeado enemigos por todo el territorio imponiendo a sus afines.

Desde entonces, solo Casado mantuvo la fe en su propio liderazgo, cuando nada insuflaba el menor optimismo sobre su futuro y mientras todos lo abandonaban. Exhibió una posición de debilidad que culminó con la dimisión el miércoles de García Egea y la asunción de un congreso extraordinario. La grandeza de una dimisión es casi siempre fugaz, pero la ferocidad de un acoso a múltiples bandas —desde todos los rincones del partido y sus medios afines— es un castigo que excede incluso los numerosos errores que Casado ha podido cometer. A la crueldad política de la traición le ha seguido la claudicación de un hombre al que han dejado solo. Seguirá como presidente hasta abril. Un congreso del partido lo nombró y otro lo despedirá, después de haberse comprometido ante los barones a no ser candidato en ese cónclave de los populares.

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