Banalizar lo trans
¿Cómo queda la lucha feminista cuando el género se convierte en identidad reivindicada y supuestamente liberadora?
Me confieso confundida y algo aturdida en relación con uno de los debates que más espacio está ocupando en los últimos tiempos. Me refiero a todo lo que gira en torno al tema trans, que ya no es, como fuera antaño, sobre personas transexuales sino transgénero. Lo que no es lo mismo ni es igual. Desde el feminismo aprendimos que el malestar con nuestro sexo biológico tiene que ver con los estereotipos sexistas que sobre él se han construido, unos estereotipos cuyo objetivo principal era relegar a las mujeres a un lugar de segunda. Ya que pares, ya que amamantas, ya que sangras, quédate en casa y dedícate a cuidar. Tu sexo te impide pensar, sentir, ser un ser humano tan humano como el hombre. La larga lucha por la igualdad es una rebelión sensata contra este determinismo biológico.
¿Cómo queda esa lucha cuando el género se convierte en identidad reivindicada y supuestamente liberadora? ¿Cómo educar para que niños y niñas puedan zafarse al fin de los estereotipos cuando, por otro lado, les decimos que hay cerebros, almas, comportamientos, gustos e indumentarias femeninos o masculinos? Algunas organizaciones que dicen querer sensibilizar sobre diversidad de género en las aulas a menudo aportan materiales tremendamente sexistas. ¿Se puede tomar como síntoma de disforia de género el hecho de que un niño quiera ponerse falda o de que una niña quiera llevar el pelo corto? Desde un punto de vista feminista eso es machismo de toda la vida. Desde el punto de vista de quien padece disforia, es una pura y simple banalización.
Dos libros aparecidos en los últimos meses alertan sobre los peligros de aplicar la teoría de género a cuerpos reales de niños y niñas que están creciendo. El lúcido Nadie nace en el cuerpo equivocado, de los profesores de psicología José Errasti y Marino Pérez, y Un daño irreversible, de la periodista Abigail Shrier. Tras leerlos me sorprende que ningún comité de bioética se haya pronunciado sobre el asunto. Que se practiquen intervenciones irreversibles farmacológicas y quirúrgicas con graves consecuencias en menores me parece aterrador. Sobre todo si, como señalan Errasti y Pérez, se considera terapia de conversión cualquier atención psicológica que no sea la del enfoque afirmativo. Como adultos no podemos mirar hacia otro lado ni dejar de señalar estos peligros por miedo a ser tachados de tránsfobos. Más en un tiempo como el que vivimos de enorme sufrimiento psíquico para no pocos de nuestros niños y adolescentes.
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