Lavado de cerebro
Qué poder mental tan prodigioso tuvieron los curas sobre su feligresía, para que esta no se revolviera jamás contra quienes abusaban de sus hijos
Hay un patrón en algunos —no en todos, ni mucho menos— de los casos de pederastia destapados por Íñigo Domínguez, Daniele Grasso y Julio Núñez en este diario: a veces, los padres sabían que sus hijos habían sufrido abusos e incluso llegaron a pedir explicaciones al colegio o a la autoridad eclesiástica, que despachó el asunto con secretismo y quitándole importancia. En el mejor de los casos, el cura abusador era disciplinado con un destierro o una degradación, y los padres no reclamaron más ni armaron escándalo. Muchas veces, ni siquiera sacaron al niño del colegio.
No juzgo a esos padres, cuyas circunstancias y contexto desconozco. En general, y salvo excepciones monstruosas, los padres protegen y aman a sus hijos, y deciden lo mejor para ellos. Seguro que actuaron de buena fe y desde el amor, en cuyo nombre a veces cometemos las peores equivocaciones. Ni sé ni puedo ponerme en su lugar, ni vengo a señalarlos. Tan solo creo que esa docilidad explica la dimensión inabarcable de la pederastia en la Iglesia española durante tantos años y solo puede deberse a un lavado de cerebro masivo aplicado sobre toda la sociedad.
Qué poder mental tan prodigioso tuvieron los curas sobre su feligresía, para que esta no se revolviera jamás contra quienes abusaban de sus hijos. Somos mamíferos, estamos diseñados para reaccionar violentamente contra cualquier cosa que amenace a nuestras crías. Prueben a incordiar a un orangutanito en presencia de su mamá orangutana, a ver cuánto tarda esta en romperles el cuello. Para anular ese instinto hay que reprogramar a la persona por completo, como haría una secta. Solo así se explica la pasividad de los padres y que apenas haya casos de agresiones contra curas pederastas. Si los abusadores no hubiesen vestido ropa talar, estoy convencido de que la reacción de esos padres y de la sociedad en general habría sido muy diferente, pero la fe, cuando es sincera, siempre es ciega a cualquier verdad que la agriete. La palabra de un sacerdote prometiéndoles que se haría cargo de la situación era suficiente: la Iglesia, de cuya bondad no se permitían dudar, se ocupaba de sus garbanzos negros.
Cuando Abraham estuvo a punto de matar a su hijo por orden de Dios, actuaba como un fanático. Estos padres no lo eran, pero su fe se puso a prueba de un modo no menos atroz. Al ficticio Abraham se le exigía un acto de obediencia. A ellos, tan solo el beneficio de la duda, que otorgaron con una prodigalidad digna del más serio de los estudios. @sergiodelmolino
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