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Columna
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Hagámoslo irrepetible

Se está imponiendo una necesidad de registrar tu vida tan al detalle que al final tu cerebro no recuerda nada de lo ocurrido durante aquella paella memorable, sino el lugar en el que la tienes guardada

Un hombre mira el atardecer en Gran Canaria.
Un hombre mira el atardecer en Gran Canaria.Getty
Manuel Jabois

Conservo una virtud antigua que con los años aprecio más, aunque la he sufrido mucho: pierdo (por torpeza, despiste o mala suerte) mis archivos digitales cada poco. Vídeos de cumpleaños, comidas, cenas, reuniones, presentaciones de libros, viajes, conciertos. Vídeos de todo aquello que, mientras ocurría, guardaba con la idea loca de hacerlo eterno. Lo que pasa es que, a medida que crecía la memoria de almacenamiento del teléfono y hasta se inventaba la nube, la eternidad, que antes era tener un hijo o ver en el campo las cuatro últimas Champions del Madrid, empezó a ser una mancha de helado con forma de cara de Belmez en el pantalón, una fuente de patatas con huevos fritos o cualquier amanecer, que si aún me dices que es tu último día de vida tiene un pase, pero resulta que hemos encontrado algo más pesado que el sol saliendo: el tipo que le saca fotos extasiado cada día (¿sabrá que por eso el día se llama día?).

Siempre vuelvo a esto que una vez dijo Núria Espert en una entrevista acerca de su relación con el autor teatral Víctor García: “Era muy cansado. Porque era una necesidad del otro todo el tiempo. Y que todo sea memorable. Que la paella que nos vamos a comer sea memorable. Todo era siempre muy intenso”. Supongo que algo así cansa, pero al menos él no hacía de lo memorable algo perpetuo a lo que volver una y otra vez; una paella tan fotografiada y grabada que te repite el resto de tu vida; algo tan inmortalizado que, a fuerza de grabarlo a fuego, acaba siendo vulgarizado por la imposibilidad de fabular sobre ello. La carpeta en tu móvil o en tu Instagram de “Paellas”. La necesidad de registrar tu vida tan al detalle que al final se pierda cualquier magia y tu cerebro no recuerde nada de lo ocurrido durante aquella paella memorable, sino el lugar en el que la tienes guardada.

Hace unos días, durante uno de esos momentos que surgen de forma espontánea y en los que estamos presentes unos pocos privilegiados (¿se imaginan estar delante cuando Frank Sinatra llegó a Madrid y se puso a tocar el piano y canturrearle borracho a Ava Gardner por teléfono hasta que ella apareció y se lo llevó de la mano?), alguien sacó su móvil y dijo: “Esto hay que grabarlo”; un amigo, indignado, intervino: “No, hagámoslo irrepetible”. Efectivamente: compartamos juntos algo que haya durado poco y que sólo hayamos vivido nosotros, que no se pueda colgar en redes o en WhatsApp, y que se cuente, claro que sí, pero que cada uno lo cuente a su manera, sin ayuda de imágenes o audio, recordándolo como pueda o como quiera hasta convertirlo en una especie de leyenda.

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Sentirse especial por haberlo vivido, hacerlo algo antiguo. Una historia sin pruebas, que se sostenga solo por la fe de quienes la escuchan, y que sus testigos la cuenten como los amigos del colegio y del instituto nos contamos cada verano hechos de hace 30 años sin una sola prueba aportada más allá de la seguridad de haberlo vivido, y la complicidad de saber que esa historia ya es la que cada uno quiere, sometida al capricho de la memoria personal, convertida no solo en parte de nuestro pasado sino en algo fundamental de lo que somos: no tanto lo que recordamos a duras penas, sino lo que nos negamos a olvidar al extremo de fantasear sobre ello. Si no llega la vida, llega la literatura.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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