Nada es peor que ser hijastro del tiempo
La UE afronta el reto de adaptarse urgentemente a una época muscular y rapidísima, que otras potencias manejan mejor
No hay destino más duro que el de quien vive en un tiempo que no es suyo. Nada es peor que ser hijastro del tiempo, nos advierte Vasili Grossman en una página de Vida y Destino tan profunda que parece no tener fin.
Y esa es, precisamente, la cuestión existencial que afronta la Unión Europea, aquí, y ahora. Ser hija de su tiempo, ser dueña de su destino. No lo tiene claro. Y Vladímir Putin y Xi Jinping lo saben.
Moscú y Pekín se introducen en las grietas de esa inadaptación, de la idiosincrasia de una entidad supranacional que no está en condiciones de responder con la rapidez y vehemencia que requiere este tiempo veloz y descarnado. Rusia nos pone a prueba con un desafío brutal, amasando 100.000 soldados en la frontera de Ucrania; China con un boicot radical a todo producto fabricado con componentes lituanos a cuenta de un litigio sobre el establecimiento en el país báltico de una legación diplomática taiwanesa en términos que desagradan a Pekín.
Ambos desafíos evidencian la palmaria insensatez para los países europeos —incluso el más poderoso— de estar solos en el mundo; ambos subrayan las graves dificultades para lograr estar unidos.
El momento es particularmente complicado, y eso también lo saben Putin y Xi. Un Gobierno de coalición recién instalado en Berlín que tiene precisamente en las diferentes sensibilidades en materia de exteriores uno de sus principales elementos de inestabilidad; una Francia que se dirige a elecciones presidenciales en breve, y con destacados líderes políticos muy empáticos con Moscú; una Italia en medio de una agitada transición de poder con el cambio en la jefatura del Estado que afecta a la continuidad del Ejecutivo. Más allá de la UE, un Reino Unido sumido en una tesitura política lamentable, y una presidencia estadounidense con mil dificultades.
Los desafíos planteados requieren unión y firmeza, todos lo saben. La UE asume esos principios, pero la declinación de los mismos deja ver a trasluz riesgos de división y debilidad. Los europeos preparan sanciones contra Rusia en caso de que ataque a Ucrania y llevan a China a la OMC. Son pasos en la dirección correcta, pero no despejan grandes dudas sobre cómo irá la carrera. Se perciben ciertas reticencias de Berlín; ciertos cálculos de Macron para utilizar la crisis para consolidar su proyección en plena campaña; cierta propensión de la potente industria italiana a anteponer la pecunia a ciertos valores; cierta inclinación de áreas izquierdistas a cabalgar la pancarta del ‘no a la guerra’ con pocos matices, como si fuese lo mismo invadir Irak sin ningún motivo comprobado o intentar disuadir la agresión inmotivada de un régimen autoritario a una democracia.
Por supuesto, hay quienes impulsan con fuerza a la UE en el viaje hacia una mayor integración para defenderse y proyectarse mejor en el mundo. Se necesita más política exterior y de defensa común; más decisiones por mayorías cualificadas, menos unanimidad; más coordinación de la industria de la defensa, incluso por encima de un batallón común, quizá más simbólico pero menos importante. Algo se mueve en esa dirección. Sin embargo, los lastres —los intereses nacionales o, directamente, el nacionalismo— son pesados. La Unión avanza, pero el tiempo, nuestro tiempo, corre más rápido, con tres potencias unitarias y musculares (EEUU; China y Rusia) que marcan un paso endiablado.
Se los reconoce enseguida, dice Grossman, a los hijos de otro tiempo. En la calle, en los partidos, en los despachos, y en las redacciones. Por supuesto, puede haber nobleza en el apego inquebrantable a valores de otro tiempo, satisfacción en mantenerlos y en oponerse a insensateces de la modernidad. Pero es muy fácil cruzar la frontera detrás de la cual se halla la inadaptación al tiempo presente. Ese suele ser territorio de dependencia, autoconmiseración y dolor. De infelicidad.
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