Fumarse las clases
Cada tarde, un profesor como mi padre firma una sentencia similar para una Lola que será siempre María Dolores en las cartas certificadas con las que la sociedad le renovará los reproches
De una novela de Julio Verne se me cayó el otro día un impreso con el sello del instituto de FP donde daba clases mi padre en 1987. Yo tenía ocho años. Llevaría allí desde entonces, cuando me regalaron la colección de los Viajes extraordinarios. Como los profesores se llevan trabajo a casa y yo siempre he usado de marcapáginas el primer papel que encontraba, debí de robarlo de la mesa de mi padre y lo metí en las tripas de Miguel Strogoff, donde ha pasado 35 años. Es un parte de faltas de asistencia de una alumna muy aficionada a fumarse las clases, cumplimentado con caligrafía meticulosa y picuda, esa que solo se usa en las cartas de amor y en las sentencias de muerte. A la absentista se le iba a caer el pelo, pero el hijo del profesor se interpuso e impidió que el castigo se tramitase. Olé por ella y olé por mí, Robin Hood infantil e inconsciente.
Los institutos de FP y de bachillerato del pueblo ocupaban el mismo recinto, en edificios vecinos, pero tan ajenos entre sí como el infierno del cielo. Qué otra cosa podría hacer la pobre muchacha, ya desahuciada a una FP antediluviana de un país a punto de desindustrializarse, que escaparse a fumar a los futbolines, donde la vida, si no sentido, adquiría al menos una cierta textura. Tal vez la salvé de aquel castigo, pero no cambié la opinión que el mundo se había hecho de ella, expresada con sello oficial en aquel parte donde se la llamaba por su nombre completo, María Dolores. Imagino que sus amigos le dirían Lola, porque las María Dolores no hacen pellas ni dan disgustos a papá, eso es cosa de Lolas. Identificarla con su nombre de DNI era parte del castigo, como los padres que llaman a sus hijos con los dos apellidos antes de echarles la bronca: así te recuerdan quién esperaban que fueras y cuantísimo les has decepcionado.
No he encontrado en internet ni un rastro de Lola, que hoy tendrá unos cincuenta años. Tal vez se cambió de nombre o se mudó a Australia, pero su inexistencia digital, allí donde todos dejamos una huella, me dice que su destino ya estaba decidido en ese papel y no tuvo fuerzas ni ocasiones para desmentirlo. Cuantísimas alumnas como ella habrá enterrado el sistema educativo español, que tiene una de las tasas de fracaso escolar más altas de Europa. Cada tarde, un profesor como mi padre firma una sentencia similar para una Lola que será siempre María Dolores en las cartas certificadas con las que la sociedad le renovará los reproches. Y nos da igual, aunque los ministros de educación finjan que no.
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