Mis exequias
Cuando yo muera se morirá otro porque yo no estaré ahí. Jamás estuve en eso que llaman pomposamente el “yo” y que siempre percibí como una prótesis
Cuando yo muera se morirá otro porque yo no estaré ahí. Jamás estuve en eso que llaman pomposamente el “yo” y que siempre percibí como una prótesis. No me reconozco en mí, no estoy en mí, o estoy tan poco que viene a ser como si no estuviera. La identidad de un edificio no puede residir en su trastero. La única parte de mí que reconozco como mía es el trastero de mi alma. Lo demás es el resultado del adiestramiento, de la publicidad, del miedo. Una construcción de la que, por esas cosas de la vida, me he tenido que hacer cargo, pero que me resulta extraña. Todo eso que morirá al morir yo no era yo, de manera que mi desaparición constituirá un óbito pequeño: el del hueco de una escalera después de que, tras una reforma, se haya convertido en un armario sin luz en el que se guarda la caja de herramientas. Me reconozco en la caja de herramientas. Ábranme y verán la de destornilladores y alicates y tacos de plástico y tuercas y tornillos simbólicos que hay dentro de mí y con los que me he pasado la vida arreglando el mundo.
Según el principio de identidad aristotélico, toda entidad es idéntica a sí misma. Significa que un sofá es idéntico a sí mismo, igual que una olla exprés o una sartén antiadherente. Yo, sin embargo, no soy idéntico a mí mismo. Soy idéntico a aquello que el Código Penal ha hecho de mí. No me reconozco en el Código Penal. He buscado en la biblioteca pública y en las librerías una Historia de la identidad, pero no existe. Hay una Historia de la mierda, pero no una Historia de la identidad. No sé mucho, pues, sobre este asunto. Sé, por poner un ejemplo, que soy valenciano, aunque ningún valenciano morirá en mí cuando yo muera. Es más probable que muera un praguense, y eso que nunca estuve en Praga, pero he leído a Kafka, qué le vamos a hacer. Cuidado, en fin, con lo que se dice en mis exequias.
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