Perder la esperanza
La pandemia ha dado una excusa perfecta para moralizar la vida de los demás
El mejor ejemplo de que “lo personal es político” ha sido la pandemia. Nunca antes en la política contemporánea Occidental los políticos tomaron decisiones tan trascendentales (y de manera tan inmediata) sobre la vida de tantas personas. Como el virus entra en nuestras casas, el Gobierno también. Todo se ha justificado en la excepcionalidad: es una pandemia mortal. Es el virus quien elige, no nosotros, se sugiere. Pero todas las decisiones que se han tomado han sido políticas.
La decisión de convertir en obligatorias las mascarillas, por ejemplo, es más simbólica que práctica. Es una medida inútil e irracional, es obvio, pero sobre todo es una decisión política. Es decir, existía una alternativa. En democracia, no suele haber decisiones políticas inapelables. Uno de los problemas de las situaciones de excepcionalidad (y vivimos así desde hace ya casi dos años) es que nos convencen de que no hay alternativa. No había alternativa a los confinamientos, a la prohibición de que los niños salieran a la calle, a medidas absurdas como cerrar los parques o cortar el grifo de las fuentes públicas. ¡Es que el virus era muy grave!
Pero a medida que pase el tiempo, la gravedad de la situación dependerá más de nuestra reacción al virus que del propio virus. Los Gobiernos pasarán de intentar ingenuamente eliminar el virus a adaptarse a él. Como dice el politólogo Yascha Mounk, “el objetivo es hacer frente a las oleadas de casos, no evitar que no se produzca ni uno”.
Si algo tiene la lógica de “lo personal es político” es que conduce a la moralización pública.
Decir que todo es político se ha convertido en una manera de patrullar la vida privada. La covid es un escenario ideal para esto. El virus no entiende de fronteras privadas. Y la politización de la covid tampoco: por eso podemos criticar en público una foto en redes sociales de una cena de Nochebuena porque el abuelo no respetó los 1,5 metros reglamentarios cuando le hizo una carantoña a su nieto. La pandemia ha dado una excusa perfecta para moralizar la vida de los demás. Como dice el periodista Héctor G. Barnés, la mascarilla en exteriores “es tranquilizadora ante el mal comportamiento de los demás, algo que ha cristalizado en ese estúpido discurso que sugiere que la pandemia se acabaría si todo el mundo se portase bien”.
La covid es y ha sido una pesadilla. Ha matado a miles de españoles y ha inoculado el miedo y la desconfianza en la población. También se ha convertido, para muchos, en una especie de placer culpable y mórbido. Hay individuos que han encontrado en esta situación una excusa perfecta para proyectar en los demás su miedo y resentimiento. El vacunado que hoy proclama a los cuatro vientos que se acerca el juicio final es igual de negacionista que el que se niega a vacunarse. Ambos desconfían de la ciencia y creen que la mejor manera de acabar con el virus es perder la esperanza.
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