Nos caía tan bien
Qué hacemos con las personas que nos han protegido y cuidado desde que nacimos y de repente un día desaparecen, y hay que pasar enfermedades, penas y desgracias solos
Hace dos meses murió en Pontevedra, a los 82 años, Antonio Biempica. Lo hizo tras sufrir un cáncer que le hizo la vida penosa en sus últimos años, si bien lo disimuló como sólo lo hacen los maestros de la supervivencia; era uno de esos hombres con tanta vitalidad que, al despedirte de ellos, te palpabas estresado el cuerpo pensando que a ver si el cáncer lo ibas a tener tú. Fue un hombre muy bueno y muy generoso, y un padre omnipresente. También fue el abuelo de mi hijo, y de muchos nietos más, y el padre de Ana, mi exmujer, y de cuatro hijos más. Cuando su vida se apagaba sin remedio, se cerraron de golpe todas las salidas y ya no quedaba nada más que despedirse y esperar, Ana me dijo al teléfono, con la voz entrecortada, una frase impresionante: “¡Es que me cae tan bien!”.
Nunca le dije lo mucho que me impactó esa frase. Creo que se la he contado a todo el mundo y nunca he podido hacerlo sin que se me quiebre la voz. Cuando colgué el teléfono pensé que no había despedida más hermosa ni tampoco dolor más delicado; no sólo era tu padre, no sólo era el hombre al que ella admiraba por encima de todas las cosas. Es que además le caía muy bien, y eso, en el momento del adiós, era lo que la mataba de pena: que se lo pasaba bien con él, que se reía muchísimo con él, que era un tío que le caía aún mejor que el mejor de sus amigos.
El día del entierro la familia nos juntamos en una mesa para beber y contar historias. Sita, su mujer, chica de familia bien de Reinosa (Cantabria), recordó cómo su padre, implacable, encerró en un despacho al joven Antonio y le preguntó cómo tenía pensado mantener a su mujer y a sus hijos. Otra época. Antonio Biempica sacó unos papeles y empezó a hacer números de un lado a otro hasta, como era previsible, no decir absolutamente nada. Salió el señor de Reinosa de su despacho y dijo: “No tengo la menor idea de lo que va a hacer este muchacho para ganar dinero, pero eso sí: hace unos números muy bonitos, da gusto mirarlos, un trazo estupendo”.
Volví a acordarme del “es que me cae tan bien” de Ana cuando, este viernes, me la encontré pasando un resfriado de aúpa. Yo recogía al niño y ella se quedaba sola. Pregunté si necesitaba algo, le dije que viniese alguno de sus hermanos a casa para estar con ella. Entonces se abalanzó hacia mí, me dio dos besos y dijo: “El que siempre me cuidaba ya no está”. Qué hacemos con eso, pensé. Qué hacemos con las personas que nos han protegido y cuidado desde que nacimos y de repente un día desaparecen, y hay que pasar enfermedades, penas y desgracias solos, porque aunque nunca estemos solos sí estamos solos de ellos, solos de una forma que únicamente los solos entienden.
Todo es un poco peor en la familia desde hace dos meses, y, sin embargo, todo sigue porque a eso nos han enseñado: que no hay muerte que haya parado alguna vez el planeta. Mi hijo, de nueve años, se quedaba los primeros días mirando el cielo y decía dramáticamente: “¡Abuelito!”. La semana pasada, al llegar al portal, se quedó mirando circunspecto el buzón y dijo: “Hay que sacar el nombre del abuelo de ahí”, con tono enloquecido de presidente de la comunidad.
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