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COLUMNA
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La sustancia del mito

La reconciliación de la Transición no era un pacto de silencio sino de cancelación de la memoria empleada como arma de enfrentamiento

En el sentido de las agujas del reloj, Calvo Sotelo (con traje oscuro), Roca, Carrillo, González, Suárez, Lavilla, Fraga Arzalluz y el rey Juan Carlos I, en el palacio de la Zarzuela durante un acto en los años 80.
En el sentido de las agujas del reloj, Calvo Sotelo (con traje oscuro), Roca, Carrillo, González, Suárez, Lavilla, Fraga Arzalluz y el rey Juan Carlos I, en el palacio de la Zarzuela durante un acto en los años 80.
Jordi Amat

Antes de sacudir la conciencia de la sociedad italiana con la novela documental M. El hijo del siglo, Antonio Scurati había publicado otra donde cruzaba la historia de sus abuelos con la biografía de Leone Ginzburg —el intelectual de la resistencia que murió torturado por la Gestapo en una cárcel de Roma—. Este miércoles en la librería Finestres le pregunté por la relación entre ese libro y su serie sobre Mussolini. Tenía ganas de hablar. Lo demostró otra vez el viernes en un diálogo organizado por la Cátedra Walter Benjamin en Girona. Me respondió que él, nacido en 1969, se sabía integrante de la última generación que configuró su identidad ciudadana sobre el mito que fundó la democracia de posguerra: el antifascismo. Y que cuando decidió ser escritor, siempre imaginó que escribiría una novela sobre esos resistentes. Pero durante los últimos años, no solo por la distancia temporal, constataba que se había disuelto la potencia de ese mito. Fue entonces, al contemplar imágenes filmadas del dictador que fundó el populismo, cuando ideó una obra para mostrar la cotidianeidad olvidada del fascismo. La que el mito había ocultado.

Mientras Scurati desarrolla su respuesta, comparo su experiencia a la nuestra. Nuestro mito constitutivo no pudo ser el de los demócratas caídos o represaliados combatiendo la dictadura —con intensidades distintas lo fueron desde comunistas asesinados a monárquicos desterrados—. No pudo serlo, por desgracia, porque su honorable sacrificio no logró vencer a una tiranía cuyos fundamentos fueron la institucionalización de una represión maniaca y el trauma de una guerra entre hermanos cuyo origen fue un golpe contrarrevolucionario contra la legalidad vigente. Pero hay un legado de esos opositores no lo suficientemente reconocido y que sustanció la moral cívica que estuvo en la base de nuestro mito. El mito ha sido la Transición, la moral fue la de la reconciliación nacional y su sustancia era el perdón mutuo para que el pasado no fuese eterno motivo de discordia, toda vez que el combate por la democracia se conjuga siempre en presente y debe ser para todos.

La reconciliación, que empezó a experimentarse en sacristías o asambleas, no era un pacto de silencio sino de cancelación de la memoria empleada como arma de enfrentamiento. Postulaba el perdón para olvidar un cainismo que parecía congénito y así fundar, por fin, la ciudad democrática destruida en 1936. La concreción jurídica de ese espíritu, atendiendo a una demanda emblemática de la oposición antifranquista, fue la Ley de Amnistía. En sus memorias Landelino Lavilla —entonces Ministro de Justicia— sintetizó el espíritu de esa ley: “Una amnistía sólo puede concederse con el alma abierta, desde luego, pero, sobre todo, con una sólida fe en el futuro que se trata de construir, con la cabeza fría y con una gran firmeza política”. Así fue. Es un caso paradigmático de lo que Ferran Gallego sintetizó como la dinámica jurídica de la Transición: el “control de un proceso no deseado” por parte del reformismo gubernamental.

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El libro de Gallego, espléndido, es El mito de la Transición. Como Scurati constataba para el caso italiano, también ese mito se ha disuelto. Dicha disolución responde a motivos endógenos —nada más paradigmático que el descubrimiento de la conducta indigna del Rey emérito—, pero también exógenos —la crisis de la democracia liberal de posguerra como consecuencia de la crisis económica—. Al haber perdido efectividad como mito cohesionador, la cancelación de la memoria también deja de ser operativa. Estamos aquí. Y es irresponsable hacer política partidista o nacionalizadora con la memoria del dolor. Reparación para las víctimas, reconocimiento para los demócratas, compromiso con lo que implica la herida no cicatrizada. Como afirma Enrique Díaz Álvarez en La palabra que aparece, “esta esperanza política de los agraviados pasa por que nosotros, en cuanto sus destinatarios, podamos representar y reproducir un daño que nos toca y concierne imaginar con detalles”. Ese debería ser el objetivo de las políticas memoriales.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.

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