Temple al huevo
Las buenas costumbres pueden colocar a una chica de 19 años en manos de fieras viejas que, vestidas de autoridad intelectual, afilan cuchillos al tiempo que su cuerpo genera saliva
Ayer, una lectora me confesó que había vomitado con mi trabajo. “No pienses que tengo algún trastorno alimenticio, fue una reacción del cuerpo”, dijo. La mujer estaba leyendo una carta rimbombante que un señor catedrático envía a su alumna, y llegó al lavabo por los pelos, a punto estuvo de no poder levantar la tapa del váter. Menudo desastre. Imaginad tener que limpiar granos de arroz y caldo de pollo, verduras a medio triturar desparramadas por los azulejos, tiramisú hediondo. El calor humano y la cloaca en una veladura amarillenta perfumando el baño, con el recuerdo de un personaje repugnante en la cabeza. Fantaseo con que la acción heroica de los músculos de su pared abdominal, presionando con fuerza, dejara al personaje con la palabra en la boca.
Repaso mi relación con la náusea y sus consecuencias más drásticas, y recuerdo la atracción que me sacudía de arriba abajo cuando los feriantes llegaban al pueblo. También algunas mañanas de mi infancia, con un padre preocupado en exceso por mi salud que añadía a la leche caliente con Cola Cao varias cucharadas de miel. Me golpea en las narices el olor de la cocina a la vuelta de unas vacaciones, porque olvidé en la encimera una bolsa de basura de la que salían, arrastrándose, unos animalillos minúsculos y gelatinosos. El hedor del temple al huevo, podrido, al abrir la puertecilla de la taquilla de la Facultad de Bellas Artes. La visita a la fábrica de yogures. Un par de borracheras extremas. Alguna escena íntima en la que forcé la garganta. Nunca he vomitado leyendo un libro. Hubo una náusea, hace poco, que se alargó en exceso cuando mi marido quiso que viéramos Drag me to hell de Sam Raimi.
Me mojo con agua fría la cara, la nuca y las muñecas y pido asilo a la ficción.
Hace varias noches que no duermo del todo bien porque no puedo apartar los ojos de los diarios de Chirbes y sufro, pero cuánta verdad y cuánta belleza, qué miserables somos. Mi experiencia más extrema en lo que al tema respecta, se reduce al nudo en la garganta y al sudor frío leyendo a Duras, a Tîbuleac, a Harpmann. Con esta última quedé varios días en suspensión, feliz de poder respirar y meter las piernas en un río. Feliz pero abandonada, sola y marchita, sintiendo que soy la última mujer que habita este mundo hostil lleno de polvo.
“Eso es que está reviviendo. Pobre”, me ha dicho una amiga cuando le he hablado de la náusea de mi lectora. Me pregunto en qué momento habrá vomitado, qué repolludez estaría escribiendo el señor catedrático. Quizás le ha dolido el espejo, porque somos nosotras, con nuestros miedos y nuestros silencios, las que también permitimos que el número de víctimas siga en aumento. “Es que lo que cuentas es muy grave”, continúa mi amiga. ¿Quién decía que para comportarnos de manera machista y racista muchas veces solo tenemos que dejarnos llevar por las buenas costumbres? Las buenas costumbres, salpicadas del cosquilleo en las tripas que produce la idea de verse envuelta en una historia de amor, pueden colocar a una chica de 19 años en manos de fieras viejas que, vestidas de autoridad intelectual, afilan cuchillos al tiempo que su cuerpo genera saliva. Escribo amparada por la luz, buscando más luz, si cabe. Contemplo el dolor desde fuera, lo siento sin que mi sistema nervioso interfiera en el trabajo de mi aparato digestivo.
Pensaba, cuando escribí aquellas cartas, en Chirbes, en el niño que en su El invierno que nevó en Valencia deja al cuidado de un cesto lleno de anguilas. Soy como ese niño y hundo las manos entre los cuerpos resbalosos y fríos de los animales, las muevo y acaricio sus cabecillas con la punta de los dedos. Hundo los brazos hasta los codos si hace falta. Soy capaz de introducirme entera en el cesto, coger aire, sumergirme en el mar de anguilas y bucear con ellas, convertirme yo también en un cuerpo frío y resbaloso, enfrentar la última mutación, morir y pudrirme a su lado.
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