Inquilina
La casa ha adquirido una dimensión extraordinaria durante el confinamiento: es extensión de nuestro cuerpo que, a la intemperie, no duraría ni un segundo
La república independiente, habitáculo que no se puede calentar, el pisito, metros cuadrados en torno a un frigorífico, territorio de la exhaustiva desinfección, hogar de gata castrada, amor bajo la colcha, hueco para instalar tótems telemáticos que nos conectan con lo exterior lejano y nos desconectan de lo exterior próximo: la vecina anciana que vive sola. La casa y sus torceduras —una plaga prolifera en torno al desagüe, en el tabique aparece un animal de moho—, la casa y sus recuerdos ocultos dentro de cajones que, de tan olvidados, parecen compartimentos secretos. La casa ha adquirido una dimensión extraordinaria durante el confinamiento: es extensión de nuestro cuerpo que, a la intemperie, no duraría ni un segundo. Somos caracoles. Padecemos el síndrome del nido. Cuesta traspasar el umbral y pegar la hebra —en directo— con otros seres humanos. Frente al adolescente que disfruta del trance etílico en la plaza, una chica pierde sus estrategias de sociabilización, padece eczema, solo sale para ir al instituto. Hay a quienes la casa se les echa encima: les falta el aire entre sus cuatro paredes. Pero pueden volver para dormir; pensar que sería mejor mudarse al pueblo. El trauma colectivo y nuestra actitud frente a la casa.
Recordemos: algunas personas carecen de república independiente o trazan sus fronteras con cartones. Sin llegar al extremo trágico del sinhogarismo o al catastrófico de La Palma —¿qué salvaríamos de la quema?—, muchos jóvenes no pueden iniciar un proyecto de vida porque no tienen dónde. La derecha se retrata cuando la defensa del privilegio se utiliza como razón para bloquear leyes que aspiran a que nadie se quede sin sus metros cuadrados en torno a un frigorífico. Otro asunto será cómo llenarlo. La derecha dice que, ante la limitación de los precios, quienes poseen muchos pisos no los pondrán en alquiler y, al haber menos oferta, los precios subirán. La derecha plantea círculos concéntricos y viciosos en torno al mercado que fluye libremente y deja sin oxígeno al pececito. Los multipropietarios fijan sus precios inmorales —un precio puede ser inmoral— y mucha gente ve conculcado su derecho a la vivienda: prevalece el derecho al abuso. Laissez faire, laissez passer. Se defiende el estatus de una minoría rica frente al bien común mientras en ciertos medios se inocula el miedo a la ocupación y la necesidad de la seguridad privada. Con argumentos torticeros se naturaliza la inexorabilidad de lo injusto. Esa inexorabilidad devalúa la utilidad de la acción política transformadora, de la acción política, de la política. De la democracia. No podemos cambiar nada porque todo nos viene dado: de arriba abajo. En El pisito, Mari Carrillo llora mientras baila con José Luis López Vázquez. Son una pareja a la que se le está pasando el arroz y solo aguarda la muerte de doña Martina para quedarse con su piso: el novio se ha casado con la vieja para heredarla. Repusieron la película y, mientras me nidificaba bajo mi manta, reviví el estrago de la enfermedad infecciosa y la obligación perpetua de convivir con papá, con mamá, con amiguitas y amiguitos que están a dos velas. Pensé en ti que tienes derecho a un habitáculo difícil de calentar y a preocuparte luego por la factura de la luz que, asimismo, es inmoral por motivos también relacionados con la comercialización y especulación de lo imprescindible para vivir.
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