Soy libre tras un confinamiento de dos años y ya siento la necesidad de volver a encerrarme
En su columna mensual, Frédéric Beigbeder repasa cómo tras una gran fiesta para celebrar el fin de las medidas de confinamiento en París sintió la urgente necesidad de encerrarse otra vez (pero esta vez en un monasterio)
Acabo de vivir la liberación de París. Llevo tres días sin dormir. Hemos celebrado tanto el final del toque de queda que casi reviento. Rápidamente fui a encerrarme de nuevo en un monasterio del sur de Francia: la Abadía de Sainte-Marie de Lagrasse. Llegué en un estado de fatiga extrema, de máxima vulnerabilidad. Si han estado de fiesta demasiado tiempo, les recomiendo un retiro en este lugar sagrado.
Los monjes son geniales, vestidos de blanco. Rezan todo el día. Se puede pensar, soñar, pasear. No hacer nada más que vivir. Como todo el mundo, he estado encerrado durante casi dos años y, en cuanto me han liberado, he sentido la necesidad de volver a la cárcel. De hecho, este monasterio de 1.200 años es una cura de desintoxicación ideal para mi alma, rodeado de almendros, olivos y enredaderas, como en Tierra Santa.
Yo, que me paso el día picando, empiezo a tener hambre al cabo de unas horas. Las comidas son de lo mejor. Su vino repugnante es néctar cuando se tiene sed. La pasta con setas, una delicia. Un melocotón es un tesoro inapreciable. El truco para dar gracias a Dios es tener hambre. Los canónigos hacen voto de pobreza, humildad, castidad y caridad. El monje más guapo es el que toca el órgano; tiene los ojos verdes como esmeraldas. Toca el órgano como Jimi Hendrix quemaba su guitarra eléctrica. ¡Intenso! Su interpretación de Bach me hizo llorar de alegría.
Aquí, el Papa León III recibió la visita de Jesús rodeado de ángeles. Bueno, eso fue hace un milenio; no tenemos ningún video en Instagram que lo demuestre. De la mañana a la noche, en la capilla gótica, los monjes se levantan y se arrodillan cantando cosas en latín. Sus cánticos gregorianos me recuerdan a la moda del grupo Enigma en la década de 1990. El código de vestimenta blanca es el único punto en común entre esta iglesia santa y el Nikki Beach de Saint-Tropez. Hace unas horas, estaba gritando en el escenario del Bataclan en París, y ahora me arrodillo cantando Solo Dios basta (letra: Santa Teresa de Ávila). Mi vida es una montaña rusa sin sentido. Ya no quiero irme de aquí. ¡Me da miedo ser libre!
Los monjes tendrán que echarme de su casa a golpes de sandalia en el trasero para que acepte regresar al mundo contaminado. He odiado el confinamiento, pero me gusta la ralentización. Entiendo a estos hombres de sotana blanca, que eligen vivir tranquilamente, flotando y rezando todo el día entre árboles y pájaros. Parecen estar mejor organizados (y por lo tanto menos desorientados) que la mayoría de los humanos que he encontrado en mi vida. Nosotros carecemos de rituales.
“No salgas fuera, vuelve a ti mismo, en tu corazón habita la verdad”, dice San Agustín. Es hora de que deje a estos hombres, antes de que empiece a corretear desnudo sobre el césped como un fauno, gritando “Hosanna”. Cuando este artículo salga en ICON, me habré sumergido de nuevo en el tumulto, en el fondo del abismo consumista, en la autodestrucción total de la humanidad, pero sabré que, en algún lugar del sur de Francia, a unos pocos kilómetros de Barcelona, unos tipos vestidos de blanco siguen dando vueltas a un claustro todos los días, cantando la misma canción desde hace 12 siglos. Pensar en ellos me ayudará a mantenerme en pie.
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