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Columna
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Turismo de volcanes

Nada hay más español que sacar tajada del paisaje: dejemos que los curiosos se acerquen a La Palma, sacrifiquémoslos arrojándolos al cráter

Sergio del Molino
Erupción volcánica en Cumbre Vieja, La Palma, este lunes.
Erupción volcánica en Cumbre Vieja, La Palma, este lunes.Samuel Sánchez
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La lava del volcán de La Palma se traga un centenar de casas, obliga a evacuar a unas 6.000 personas y avanza hacia el mar a 300 metros por hora

A mediados del siglo XV, durante el reinado del inca Pachacútec, una niña de unos 13 años subió al volcán Ampato, se arrodilló y recibió un golpe seco con un arma contundente que le abrió el cráneo y le causó la muerte. Al parecer, la habían drogado, para que no se resistiera al destino que los dioses le habían asignado: el sacrificio ritual en la fiesta de capac cocha. Sabemos todo esto porque su cuerpo fue encontrado en 1995 en el cráter donde lo arrojaron medio milenio antes. El frío la había preservado incorrupta, e incorrupta sigue, en una urna a 19 grados bajo cero en un museo del centro de Arequipa, Perú. Se le conoce como la momia Juanita, y es uno de los reclamos turísticos de esa turística ciudad.

No hace falta recorrer Pompeya ni brindar con un tinto del Etna para entender la relación entre los volcanes, el turismo y los síndromes de Stendhal. La ministra Reyes Maroto solo expresó un sentimiento común cuando animó a los turistas a disfrutar del “espectáculo maravilloso” de La Palma, y las erupciones indignadas por tal frivolidad han sido tan notables como gratuitas, pues Maroto solo defendía su parcela: nada hay más español que sacar tajada del paisaje. Hace 60 años que vivimos de exprimir a los guiris por cuya ausencia penamos desde marzo de 2020. Si desaprovechásemos la ocasión de mercantilizar un desastre natural, no seríamos el país de Fitur ni la potencia hostelera mundial que somos.

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Maroto matizó luego sus palabras, pero el matiz no extinguió la verdad poderosa que contenía su llamada a gozar de la erupción: España, libre de catolicismo, fútbol y demás mandangas, reconocía al fin a su único dios legítimo, el turismo. Si el profeta Fraga Iribarne se bañó entre isótopos en Palomares para que no decayese la juerga, sus sucesores en el cargo deben ir siempre un paso más allá. Dejemos, pues, que los turistas se acerquen al volcán, obedeciendo a la predicación de la ministra. Sacrifiquémoslos arrojándolos al cráter, como hicieron con la momia Juanita, pero con más pirotecnia, a fuego vivo. Que el dios de la paella y la sangría los acepte como ofrenda del mismo modo que recibe a los ingleses que se inmolan en el sagrado balconing. Sus restos, expuestos en museos, serán contemplados por los turistas del futuro, que admirarán en ellos la civilización perdida de España, tierra santa del turismo. @sergiodelmolino

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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