La edad de la impaciencia
No pasaría nada por callarse un rato para que la palabra cobre valor, esperar unos años para observar una experiencia con distancia
Un almuerzo de hace unos seis años en el restaurante La Carmencita con Santos Juliá. La sensación íntima de respeto paralizante, de no saber qué decir, o qué aportar, como dicen los argentinos. Le conté que estaba escribiendo un libro sobre mi padre. Levantó las cejas en señal de asombro. “Pero tú eres muy joven para eso”, me dijo. Juliá era capaz de sonreír y cuestionarte al mismo tiempo. De ser puntilloso y amable. No era tan joven yo como él me veía, pero sí para la idea que su generación tenía del tiempo. No sé si influyó su juicio en mi demora, pero tardé cinco años en ponerme a la tarea. Aunque se entienda como una condición anacrónica, se pensaba hasta hace no mucho que la madurez traía consigo la compasión, aumentaba la comprensión hacia quienes nos educaron, equivocándose en parte, como suele ocurrir. Madurar, entre otras cosas, significa juzgar con distancia el pasado, no hablar o escribir por la herida. No sabía Juliá que en poco tiempo sería un hecho que la literatura memorialística significaría el estreno de muchos autores, autoras, que no iban a esperar a hacerse mayores para contar la propia vida. Me temo que algunos de ellos, cuando cumplan años, sentirán el deseo de una segunda versión, de una mirada diferente. Pero el tiempo se ha encogido en virtud de una impaciencia que no nos permite pensar a largo plazo, imaginar una vida en su extensión. Habían pasado solo dos años desde que Jorge Semprún dejara de ser ministro de Cultura cuando publicó en 1993 Federico Sánchez se despide de ustedes, el universo del poder visto desde dentro visto por una mente cultivada e incisiva, por un hombre que habiendo experimentado en primera persona las tragedias y los vaivenes ideológicos que sacudieron a Europa en el siglo XX se las tenía que ver en su vejez con mezquindades de la política doméstica. Semprún no tenía tiempo para esperar. Estaba en edad de recordar para ser recordado. Ya había vivido lo suyo. Había llegado el tiempo de la vendimia, de recoger lo sembrado.
Me pregunto qué saldrá de estos tiempos en los que a poco que uno tenga una experiencia pública se siente impelido a contarla de inmediato. No hay nada que se quede en el tintero. Una serie de diputados, miembros del Gobierno, exministros, que han colgado el hábito de la política activa hace bien poco han sido contratados para formar parte del club de la tertulia. Son muchas las tertulias, pero como los tertulianos se repiten tanto como los temas, al final da la sensación de que solo hay una. Me han sorprendido los motivos que unos y otras dan para abrazar el puesto de analistas. Dicen que van a estar menos constreñidos y me parece cómico porque si hay algo que ocupan los políticos en España es espacio público: declaraciones, tuits, micrófonos a su alrededor por cualquier bobería. Si es ahora cuando pueden hablar sin cortapisas, ¿cómo es posible que antes hablaran tanto? No creo además que la cualidad más destacada de nuestra clase política sea la contención y si lo que celebran es estar ahora en una conversación más calmada, más reflexiva, ¿por qué no contribuyeron cuando estaban en el poder a mejorar al clima político? En sus manos estaba. Ahora parece que son capaces de hablar como viejos colegas de un antiguo colegio y que el hecho de no participar de la refriega parlamentaria les hace más sabios. Pero los ciudadanos no votamos a los contertulios sino a los partidos que nos representan y estar ahí, en un escaño, es un privilegio que conceden los votos, no una camisa de fuerza. Tal vez es que el silencio ha perdido prestigio, también la prudencia, el trabajo tozudo y no personalista, el rebajar el ego a favor del acuerdo y no del show. No pasaría nada por callarse un rato para que la palabra cobre valor, esperar unos años para observar una experiencia con distancia.
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